El Príncipe
NICOLÁS MAQUIAVELO
AL MAGNIFICO
LORENZO DE MÉDECIS
Los que desean congraciarse con un príncipe
suelen presentd sele con aquello que reputan por más precioso entre lo que
poseen, o con lo que juzgan más ha de agradarle; de ahí que se vea que muchas
veces le son regalados caballos, armas, telas de oro, pledras preciosas y
parecidos adornos dignos de su grandeza. Deseando, pues, presentarme ante
Vuestra Magnificencia con alglún testimonio de mi sometimiento, no he
encontrado entre lo poco que poseo nada que me sea más caro o que tanto estime
como el conocimiento de las acciones de los hombres, adquirido gracias a una
larga experiencia de las cosas modernas y a un incesante estudio de las
antiguas.¹ Acciones que luego de examinar y meditar
durante mucho tiempo y con gran seriedad, he encerrado en un corto volumen, que
os dirijo.
Y aunque juzgo
esta obra indigna de Vuestra Magnificencia, no por eso confío menos en que
sabréis aceptarla, considerando que no puedo haceros mejor regalo que poneros
en condición de poder entender, en brevísimo tiempo, todo cuanto he aprendido
en muchos años y a costa de tantos sinsabores y peligros. No he adornado ni
hinchado esta obra con cláusulas interminables, ni con palabras ampulosas y
magníficas, ni con cualesquier atractivos o adornos extrinsecos, cual muchos
suelen hacer con sus cosas; ² porque he querido, o que nada
la honre, o que só1o la variedad de la materia y la gra- vedad del tema la
hagan grata. No quicro que se mire como presuncióne el que un hombre de humilde
cuna se atreva a examinar y criticar el gobierno de los príncipes. Porque asi
como aquellos que dibujan un paisaje se colocan en el llano para apreciar mejor
los moties y los lugares altos, y para apreciar mejor el llano escalan los
montes,³ así para conocer bien la
naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y para conocer la de los
príncipes hay que pertenecer al pueblo.
Acoja, pues,
Vuestra Magnificencia este modesto obsequio con el mismo ánimo con que yo lo
hago; si lo lee y medita con atención, descubrirá en él un vivísimo deseo mío:
el de que Vuestra Magnificencia llegue a la grandeza que el destino y sus
virtudes le auguran. Y si Vuestra Magnificencia, desde la cúspide de su altura,
vuelve alguna vez la vista hacia este llano, comprenderá cuán inmerecidamente
soporto una grande y constante malignidad de la suerte.
1 Las dos escuelas de los grandes hornbres.
(Cristina de Suecia.)
2 Como Tácito y Gibbon (G).
3 Con esto empecé y con ello conviene empezar.
Se conoce mucho mejor el fondo de los valles cuando se está en la cumbre de la
montaña (RC).
EL PRÍNCIPE
Capitulo I
DE LAS DISTINTAS CLASES DE
PRINCIPADOS Y DE LA FORMA
EN QUE SE ADQUIEREN
Todos los Estados, todas las dominaciones que
han ejercido y ejereen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o
principados. Los principados son, o hereditarios, cuando una misma farmilia ha
reinado en ellos largo tiempo, o nuevos. Los nuevos, o lo son del todo, como lo
fue Milán bajo Francisco Sforza, o son como rniembros agregados al Estado
hereditario del príncipe que los adquiere, como es el reino de Nápoles para cl
rey de España. Los dominios así adquiridos están acostumbrados a vivir bajo un
príncipe o a ser libres; y se adquieren por las armas propias o por las ajenas,
por la suerte o por la virtud.
Capitulo II
DE LOS PRINCIPADOS
HEREDETARIOS
Dejaré a un lado el discutir sobre las
repúblicas porque ya en otra ocasión lo he hecho extensamente. Me dedicaré solo
a los principados, para ir tejiendo la urdimbre de mis opiniones y establecer
cómo pueden gobernarse y conservarse tales principados.
En primer lugar, me parece que es más fácil
conserver un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo, ya
que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y
contemporizar después con los cambios que puedan producirse. De tal modo que,
si el príncipe es de mediana inteligencia, se mantendrá siempre en su Estado, a
menos que una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque asi sucediese, sólo,
tendría que esperar; para
reconquistarlo, a que el usurpador stifriera. el primer tropiezo.
Tenemos en Italia, por ejemplo, al duque de
Ferrara, que no resistió los asaltos de los venecianos en el 84 (1484) ni los
del papa Julio en el 10 (1510), por motivos distintos de la antigüedad de su
soberanía en el dominio. Porque el príncipe natural tiene menos razones y menor
necesidad de ofender: de donde es lógico que sea más amado; y a menos que vicios excesivos le
atraigan el odio, es razonable que le quieran con naturalidad los suyos. Y en
la antigüedad y continuidad de la dinastía se borran los recuerdos y los motivos que la trajeron, pues un
camibio deja siempre la piedra angular para la edificación de otro.
Capitulo III
DE LOS PRINCIPADOS MIXTOS
Pero las dificultades existen en los
principados nuevas. Y si no es nuevo del todo, sino como miembro agregado a un
conjunto anterior, que puede llamarse así mixto, sus incertidumbres nacen en
primer lugar de una natural dificultad que se eneuentra en todos los
principados nuevos. Dificultad que estriba en que los hombres cambian con gusto
de Señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a tornar las armas
contra él; en lo cual se engañan, pues luego la experiencia les enseña que han
empeorado. Esto resulta de otra necesidad natural y común que hace que el
príncipe se vea obligado a ofender a sus nuevos súbditos, con tropas o con mil
vejaciones que el acto de la conquista lleva consigo. De modo que tienes por
enemigos a todos los que has ofendido al ocupar el principado, y no puedes.
conserver como amigos a los que te han ayudado a conquis- tarlo, porque no
puedes satisfacerlos como ellos esperaban, y puesto que les estás obligado,
tampoco puedes emplear medicines fuertes contra ellos; porque siempre, aunque
se descanse en ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de la colaberación
de los “provincianos” para entrar en una provincia. Por estas razones, Luis
XII, rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, y rapidamente lo perdió; y
bastaron la primera vez para arrebatárselo las mismas fuerzas de Ludovico
Sforza; porque los pueblos que le habían abierto las puertas, al verce
defraudados en las esperanzas que sobre el bien futuro habian abrigado, no
podían soportar con resignación las imposiciones del nuevo príncipe.
Bien es cierto que los territorios rebelados
se pierden con más dificultad cuando se conquistan por segunda vez, porque el
señor, aprovechándose de la rebelión, vacila me- nos en asegurar su poder
castigando a los delincuentes, vigilando a los sospechosos y reforzando las
partes más débiles. De modo que, si para hacer perder Milán a Francia bastó la
primera vez un duque Ludovico que hiciese un poco de ruido en las fronteras,
para hacércelo perder la segunda se
necesitó que todo el mundo se concertase en su contra, y que sus ejérecitos
fuesen aniquilados y arrojados de Italia, to cual se explica por las razones
antedichas.
Desde luego, Francia perdió a Milán tanto la
primera conmo la segunda vez. Las razones generales de la primera ya han sido
diseurridas; quedan ahora las de la segunda, y queda el ver los medios de que
disponia o de que hubiese podido disponer alguien que se encontrara en cl lugar
de Luis XII para conservar la conquista mejor que él.
Estos Estados, que al adquirirse se agregan a
uno más antiguo, o son de la misma provincia y de la misma lengua, o no to son.
Cuando to son, es muy fácil conservarlos, sobre todo cuando no están
acostumbrados a vivir libres, y para afianzarse en cl poder, basta con haber
borrado la linea del príncipe que los gobernaba, porque, por lo demás, y
siempre que se respeten sus costumbres y las ventaias de que gozaban, los
hombres permanceen sosegados, como se ha visto en cl caso de Borgoñla, Bretaña,
Gascuña y Normandía, que están sujetas a Francia desde hace tanto tiempo; y aun
cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres son parecidas y pueden
convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si desea conservarlos, debe
tener dos cuidados: primero, que la descendencia del anterior príncipe
desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean alterados. Y se
verá que en brevisimo tiempo el principal adquirido pasa a constituir un solo y
mismo cuerpo con el principado conquistador.
Pero cuando se adquieren Estados en una
provincia con idioma, costumbres y organización diferentes, surgen entonces las
dificultades y se hace precisa mucha suerte y mucha habilidad para
conservarlos; y uno de los Señores y más eficaces remedios sería que la persona
que los adquiera fuese a vivir en ellos.
Esto haría más segura y más duradera la
posesión. Como ha heeho cl Turco con Grecia; ya que, a despecho de todas las
disposiciones tomadas para conserver aquel Estado, no habría conseguido
retenerlo si no hubiese ido a establecerse allí. Porque, de esta manera, se ven
nacer los desórdenes y se los puede reprimir con prontitud; pero, residiendo en
otra parte, se entera uno cuando ya son grandes y no tienen remedio. Además,
los representantes del príncipe no pueden saquear la provincia, y los súbditos
están mis satisfechos porque pueden recurrir a él fácilmente y tienen más
oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y para temerlo, si quieren
proceder de otra manera. Los extranjeros que desearan apoderarse del Estado
tendrían mis respeto; de modo que, habitando en él, solo con muchísima dificultad
podrá perderlo.
Otro buen remedio es mandar colonias a uno o
dos lugares que sean come llaves de aquel Estado; porque es precise hacer esto
o mantener numerosas tropas. En las colo- nias no se gasta mucho, y con esos
pocos gastos se las gobierna y conserva, y sólo se perjudica a aquellos a
quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos
habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y come los
damnificados son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro; y
en cuanto a los demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse
perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les
suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos. Concluyo que las colonias
no cuestan, que son mis fieles y entrañan menos peligro; y que los damnificados
no pueden causar molestias, porque son pobres y están aislados, come ya he
dicho.
Ha de notarse, pues, que a los hombres hay
que conquistarlos o elirninarlos, porque si se vengan de las ofensas leves, de
las graves no pueden; así que la ofensa que se ha- ga al hombre debe ser tal,
que le resulte imposible vengarse.
Si en vez de las colonias se emplea la
ocupaci6n militar, el gasto es mucho mayor, porque el mantenimiento de la
guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en pérdida,
y, además, se perjudica e incomoda a todos con el frecuente cambio del
alojamiento de las tropas. Incomodidad y perjuicio que todos sufren, y por los
cuales todos se vuelven enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando
permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde
cualquier punto de vista, tan inúitil como útiles son las colonias.
El príncipe que anexe una provincia de
costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe también
convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos po- derosos, ingeniarse
para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún pretexto,
entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre su- cede
que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o por
miedo, están descontentos de su gobierno, como ya se vio cuando los etolios
llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron en las demás provincias
llamados por sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente es que, no bien
un extranjero poderoso entra en una provincia, se le adhiren todos los que
sienten envidia del que es más fuerte entre ellos, de modo que el extranjero no
necesita gran fatiga para ganarlos a su causa, ya que en seguida y de buena
gana forman un bloque con el Estado invasor. Sólo tiene que preocuparse de que
después sus aliados no adquieran demasiada fuerza y autori- dad, cosa que puede
hacer fácilmente con sus tropas, que abatirán a los poderosos y lo dejarán
árbitro único de la provincia. El que, en lo que a esta parte so refiere, no
gobierne bien perderá muy pronto lo que hubiere conquistado, y aun cuando lo
conserve, tropezará con infinitas dificultades y obstáculos.
Los romanos, en las provinces do las cuales
se hicieron dueños, observaron perfectamente estas reglas. Establecieron
colonias, respetaron a los menos poderosos sin aumentar su poder, avasallaron a
los poderosos y no permitieron adquirir influencia on el país a los extranjeros
poderosos. Y quiero que me baste lo sucedido en la provincia do Grecia como
ejemplo. Fueron respetados acayos y etolios, fue sometido el reino de los
macedonios, fue expulsado Antíoco, y nunea los méritos que hicieron acayos o
etolios los llevaron a permitirles expansión alguna, ni las palabras do Filipo
los indujeron a tenerlo como amigo sin someterlo, ni el poder do Antíoco pudo
hacer que consintiesen en darle ningún Estado en la provincia. Los romanos
hicieron en estos casos lo que todo príncipe prudente debe hacer, lo cual no
consiste simplemente en preocuparse de los desórdenes presentes, sino también
de los futuros, y de evitar los primeros a cualquier precio. Porque
previnidndolos a tiempo so pueden remediar con facilidad; pero si se espera que
progresen, la medicina llega a doshora, pues la enfermedad se ha vuelto
incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tisico: que al principio su mal
es dificil do conocer, pero fácil de curar, mientras que, con el transcurso del
tiempo, al no haber sido conocido ni atajado, se vuelve ficil de conocer, pero
dificil do curar. Asi pasa en las cosas del Estado: los males que nacen on él,
cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los
cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se
los deja crecer hasta el punto de que todo el mundo los ve.
Pero como los romanos vieron con tiempo los
inconvenientes, los remediaron siempre, y jamás les dejaron seguir su curso por
evitar una guerra, porque sabian que una guerra no se evita, sino que se
difiere para provecho ajeno. La declaración, pues, a Filipo y a Antioco en
Grecia, para no verse obligados a sostenerla en Italia; y aunque entonces
podían evitaria tanto en una como en otra parte, no lo quisieron. Nunca fueron
partidarios de ese consejo, que está en boca de todos los sabics de nuestra
epoca: hay que esperarlo todo del tiempo”; prefirieron confiar en su prudencia
y en su valor, no ignorando que el tiempo puede traer cualquier cosa consigo, y
que puede engendrar tanto el bien como el mal, y tanto el mal como el bien.
Pero volvamos a Francia y examinemos si se ha
hecho algo de lo dicho. Hablaré, no de Carlos, sino de Luis, es decir, de aquel
que, por haber dominado más tiempo en Ita- lia, nos ha permitido apreciar major
su conducta. Y se verá cómo ha hecho to contrario de lo que debe hacerse para
conserver un Estado de distinta nacionalidad.
El rey Luis fue llevado a Italia por la
ambición de los venecianos, que querían, gracias a su intervención, conquistar
la mitad de Lombardía. Yo no pretendo censurar la decisión tomada por el rey,
porque si tenia cl propósito de empezar a introducirse en Italia, y carecía de
amigos, y todas las puertas se le cerraban a causa de los desmanes del rey
Carlos, no podía menos que aceptar las amistades que se le ofrecían. Y habría
triunfado en su designio si no hubiese cometido error alguno en sus medidas
posteriores. Conquistada, pues, la Lombardía, el rey pronto recobró para
Francia la reputación que Carlos le babía hecho perder. Génova cedió; los
florentinos le brindaron su amistad; el marqués de Mantua, cl duque de Ferrara,
los Bentivoglio, la señora de Furli, los señores de Faenza de Pésaro, de
Rímini, de Camerino y de Piombino, los luqueses, los paisanos y los sieneses,
todos trataron de convertirse en sus amigos. Y entonces pudieron comprender los
venecianes la temeridad de su ocurrencia: para apoderarse de dos ciudades de
Lombardía, hicieron al rey dueño de las dos terceras partes de Italia.
Considérese ahora con qué facilidad el rey
podia conserver su influencia en Italia, con tal de haber observado las reglas
enunciadas y defendido a sus amigos, que, por ser numerosos y débiles, y temer
unos a los venecianos y otros a la Iglesia, estaban siempre necesitados de su
apoyo; y por medio de ellos contener sin dificultad a los pocos enemigos
grandes que quedaban. Pero pronto obró al revés en Milán, al ayudar al papa
Alejandro para que ocupase la Romaña. No advirtió de que con esta medida perdía
a sus amigos y a los que se habían puesto bajo su protección, y al par que
debilitaba sus propias fuerzas, engrandecía a la Iglesia, añadiendo tanto poder
temporal al espiritual, que ya bastante autoridad le daba. Y cometido un primer
error, hubo que seguir por el mismo camino; y para pener fin a la ambición de
Alejandro e impedir que se convir- tiese en señor de Toscana, se vio obligado a
volver a Italia. No le bastó haber engrandecido a la Iglesia y perdido a sus
amigos, sino que, para gozar tranquilo del reino de Nápoles, lo compartió con
cl rey de España; y donde éi era antes árbitro único, puso un compañero para
que los ambiciosos y descontentos de la provincia tuviesen a quien recurrir; y
donde podía haber dejado a un rey tributario, llamó a alguien que podia echarlo
a él.
El ansia de conquista es, sin duda, un
sentimiento muy natural y común, y siempre que lo hagan los que pueden, antes
serán alabados que censurados; pero cuando intentan hacerlo a toda costa los
que no pueden, la censura es lícita. Si Francia podía, pues, con sus fuerzas
apoderarse de Nápoles, debía hacerlo., y si no podía, no debía dividirlo. Si el
reparto que hizo de Lombardía con los venecianos era excusable porque le
permitió entrar en Italia, lo otro, que no estaba justificado por ninguna
necesidad, es reprobable.
Luis cometió, pues, cinco faltas: aniquiló a
los débiles, aumentó el poder de un poderoso de Italia, introdujo en ella a un
extranjero más poderoso aún, no se estableció en et territorio conquistado y no
fundó colonias. Y, sin embargo, estas faltas, por lo menos en vida de él podían no haber traído consecuencias
desastrosas si no hubiese co- rnetido la sexta, la de despojar de su Estado a
los venecianos. Porque, en vez de hacer fuerte a la lgiesia y de poner a España
en Italia, era muy razonable y hasta necesario que las sometiese; pero cometido
el error, nunca debió consentir en la ruina de los venecianos, pues poderosos
como eran, habrían mantenido a los otros siempre distantes de toda acción
contra Lombardía, ya porque no lo hubiesen permitido sino para ser ellos mismos
los dueños, ya porque los otros no hubiesen querido arrebatársela a Francia
para dársela a los venecianos, y para atacar a ambos a la vez les hubiera
faltado audacia. Y si alguien dijese que el rey Luis cedió la Romaña a
Alejandro Nápoles a España para evitar la guerra, contestaría con las razones
arriba enunciadas: que para evitar una guerra nunca se debe dejar que un
desorden siga su curso, porque no se la evita, sino se la posterga en perjuicio
propio. Y si otros alegasen que el rey habia prometido al papa ejecutar la
empresa en su favor para obtener la disolución de su matrimonio y el capelo de
Ruán, respondería con lo que más adelante se dirá acerca de la fe de los
príncipes y del modo de observarla.
El rey Luis ha perdido, pues, la Lombardía
por no haber seguido ninguna de las normas que siguieron los que conquistaron
provincias y quisieron conservarlas.
No se trata de milagro alguno, sino do un hecho muy natural y lógico. Así se lo
dije en Nantes cl cardenal de Ruán mientras que “el Valentino” como era llamado
por el pueblo César Borgia, hijo del papa Alejandro, ocupaba la Romaña. Como me
dijera el cardenal de Ruán que los italianos no entendían nada do las cosas de
la guerra, yo tuve que contestarle que los franceses entendían menos de las que
se refieren al Estado, porque de lo contrario no hubiesen dejado que la lgiesia
adquiriese tanta influencia. Y ya se ha visto cómo, después de haber
contribuido a crear la grandeza de la Iglesia y de España en Italia, Francia
fue arruinada por ellas. De lo cual se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que el que ayuda a otro a
hacerse poderoso causa su propia ruina. Porque es natural que el que se ha
vuelto poderoso recele de la misma astucia o de la misma fuerza gracias a las
cuales se lo ha ayudado.
Capitulo IV
POR QUÉ EL REINO DE DARÍO,
OCUPADO POR ALEJANDRO, NO SE SUBLEVÓ CONTRA LOS SUCESORES DE ÉSTE
DESPUES DE SU MUERTE
Consideradas las dificultades que encierra el conserver un Estado
recientemente adquirido, alguien podría preguntarse con asombro a qué se debe
que, hecho Alejandro Magno dueño do Asia en pocos años, y muerto apenas
ocupada, sus sucesores, en circunstancias en que hubiese sido muy natural que
el Estado se rebelase, lo retuvieron on sus manos, sin otros obstáculos que los
que por ambición surgieron entre ellos. Contesto que todos los principados de
que se guarda memoria han sido gobernados de dos modes distintos: o por un
príncipe que elige de entre sus siervos, que lo son todos, los ministros que lo
ayudarán a gobernar, o per un principe asistido por nobles que, no a la gracia
del señrr, sino a la antigüedad de su linaje, deben la posición que ocupan.
Estos nobles tienen Estados y súbditos propios, que los reconocen per señores y
les tienen natural afección. Mientras que, en los Estados gobernados por un
príncipe asistido por siervos, el príncipe goza de mayor autoridad: porque en
toda la provincia no se reconoce soberano sine a él, y si se obedece a otro, a
quien además no se tienen particular amor, sólo se lo hace per tratarse de un
ministro y magistrado del principe.
Los ejemplos de estas dos clases de gobierno se hallan hoy en el Gran Turco
y en el rey de Francia. Toda Turquía esta gobernada per un solo señor, del cual
los demás habitantes son siervos; un señor que divide su reino en sanjacados,
nombra sus administradores y los cambia y reemplaza a su antojo. En cambio, el
rey de Francia está rodeado por una multitud de antiguos nobles que tienen sus
prerrogativas, que son reco- nocidos y amados por sus súbditos y que son
dueñlos de un Estado que el rey no puede arrebatarles sin exponerse. Así, si se
examina uno y otro gobierno, se verá que hay, en efecto, dificultad para
conquistar el Estado del Turco, pero que, una vez conquistado, es muy fácil
conservarlo. Las razones de la dificultad para apoderarse del reino del Turco
residen en que no se puede esperar ser llamado por los principes del Estado, ni
confiar en que su rebelión facilitará la empresa. Porque, siendo esclavos y
deudores del principe, no es nada ficil sobornarlos., y aunque se lo
consiguiese, de poca utilidad sería, ya que, por las razones enumeradas, los
traidores no podrían arrastrar consigo al pueblo. De donde quien piense en
atacar al Turco reflexione antes en que hallará el Estado unido, y confíe mas en
sus propias fuerzas que en las intrigas ajenas. Pero una vez vencido y
derrotado en campo abierto de manera que no pueda rehacer sus ejércitos, ya no
hay que tomer sino a la familia del príncipe; y extinguida ésta, no queda nadie
que signifique peligro, pues nadie goza de crédito on el pueblo; y como antes
de la victoria el vencedor no podía esperar nada do los ministros del príncipe,
nada debe temer después do ella.
Lo contrario sucede on los reinos organizados como el de Francia, donde, si
to atraes a algunos de los nobles, que siempre existen descontentos y amigos do
las mudanzas, fácil te será entrar. Estos, por las razones ya dichas, pueden
abrirte cl camino y facilitarte la conquista; pero si quires mantenerla,
tropezarás después con infinitas dificultades y tendrás que luchar contra los
que te han ayudado y contra los que has oprimido. No bastará que extermines la
raza del príncipe: quedarán los nobles, que se harán cabe- cillas do los nuevos
movimientos, y como no podrás conformarlos ni matarlos a todos, perderás el
Estado en la primera oportunidad que se les presente
Ahora, si se medita sobre la naturaleza del gobierno do Darío s advertirá
que se parecía mucho al del Turco. Por eso fue preciso que Alejandro fuera a su
encuentro y le derribara en campada. Después de la victoria, y muerto Darío,
Alejandro quedó dueño tranquilo del Estado, por las razones discurridas. Y si
los sucesores hubiesen perma- necido unidos, habrían podido gozar en paz de la
conquista, porque no hubo on el reino otros tumultos que los que ellos mismos
suscitaron. Pero es impossible gozar con tanta seguridad do un Estado
organizado como el de Francia. Por ejernplo, los numerosos principados que había on España, Italia y
Grecia explican las frecuentes revueltas contra los romanos; y mientras perduró
el recuerdo de su existencia, los romanos nunca estuvieron seguros de su
conquista; pero una vez el recuerdo borrado, se convirtieron, gracias a la
duración y al poder de su Imperio, en sus seguros dominadores. Y así después
pudieron, peleándose entre sí, sacar la parte que les fue posible en aquellas
provincias, de acuerdo con la autoridad que tenían en ellas; porque, habiéndose
extinguido la familia de sus
antiguos señores, no se reconocían otros dueños que los ro- manos.
Considerando, pues, estas cosas, no se asombrará nadie de la facilidad con que Alejandro conservó el Imperio de Asia, y de la dificultad
con que los otros conservaron lo adquirido, como Pirro y muchos otros. Lo que
no depende de la poca o mucha virtud del conquistador, sino de la naturaleza de
lo conquistado.
Capitulo V
DE QUÉ MODO HAY QUE GOBERNAR LAS CIUDADES O
PRINCIPADOS QUE, ANTES DE SER
OCUPADOS, SE REGÍAN
POR SUS PROPIAS LEYES
Hay tres modos de conservar un Estado que,
antes de ser adquirido, estaba acostumbrado a regirse por sus propias leyes y a
vivir en libertad: primero, destruirlo., después, radicarse en él; por último, dejarlo regir por sus
leyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer un gobierno compuesto por un
corto número de personas, para que se encargue de velar por la conquista. Como
ese gobierno sabe que nada puede sin la amistad y poder del principe, no ha de
reparar en medios para conservarle el Estado. Porque nada hay mejor para
conserver -si se la quiere conservar- una ciudad acostumbra- da a vivir libre
que hacerla gobernar por sus mismos ciudadanos.
Ahí están los espartanos y romanos corno
ejemplo de ello. Los espartanos ocuparon a Atenas y Tebas, dejaron en ambas
ciudades un gobierno oligárquico, y, sin embargo, las perdicron. Los romanos, para
conserver a Capua, Cartago y Numancia, las arrasaron, y no las perdieron.
Quisieron conserver a Grecia como lo habian hecho los espartanos, dejandole sus
leyes y su libertad, y no tuvicron éxito: de modo que se vieron obligados a
destruir muchas ciudades de aquelia provincia para no perderla. Porque, en
verdad, el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre
es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a
ser aplastado por ella. Sus rebeliones siempre tendrán por baluarte el nombre
de libertad y sus antiguos estatutos, cuyo hábito nunca podrá hacerle perder el
tiempo ni los beneficios. Por mu- cho que se haga y se prevea, si los
habitantes no se separan ni se dispersan, nadie se olvida de aquel nombre ni de
aquellos estatutos, y a ellos inmediatamente recurren en cualquier
contingencias, como hizo Pisa luego de estar un siglo bajo cl yugo florentino.
Pero cuando las ciudades o provincias están acostumbradas a vivir bajo un
principe, y por la extinción de éste y su linaje queda vacante el gobierno,
como por un lado los habitantes estfán habituados a obedecer y por otro no
tienen a quién, y no se ponen de acuerdo para elegir a uno de entre ellos, ni
saben vivir en libertad, y por último tampoco se deciden a tomar las armas
contra el invasor, un principe puede fácilmente conquistarlas y retenerlas. En
las repúblicas, en cambio, hay más vida, más odio, más ansias de venganza. El
recuerdo de su antigua libertad no les concede, no puede concederles un solo momento
de reposo. Hasta tal punto que el mejor camino es destruirlas o radicarse en
ellas.
Capitulo VI
DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE
ADQUIEREN CON
LAS ARMAS PROPIAS Y EL TALENTO PERSONAL
Nadie se asombre de que, al hablar de los
principados de nueva creación y de aquellos en los que sólo es nuevo el
príncipe, traiga yo a colación ejemplos ilustres. Los hombres siguen casi
siempre cl carnino abierto por otros y se empeñan en imitar las acciones de los
demas. Y aunque no es posible seguir exactamente el mismo camino ni alcanzar la
perfección del modelo, todo hombre prudente debe entrar en el camino seguido
por los grandes e imitar a los que han sido excelsos, para que, si no los
iguala en virtud, por lo menos se les acerque; y hacer como los arqueros experimentados,
que, cuando tienen que dar en blanco muy lejano, y dado que conocen el alcance
de su arma, apuntan por sobre él, no para llegar a tanta altura, sino para
acertar donde se lo proponian con la ayuda de mira tan elevada.
Los principados de nueva creación, donde hay
un príncipe nuevo, son más o menos dificiles de conservar según que sea más o
menos hábil el príncipe que los adquiere. Y dado que el hecho de que un hombre
se convierta de la nada en príncipe presupone necesariamente talento o suerte,
es de creer que una u otra de estas dos cosas allana, en parte, muchas
dificultades. Sin embargo, el que menos ha confiado en el azar es siempre el
que más tiempo se ha conservado en su conquista. También facilita enormemente
las cosas el que un príncipe, al no poseer otros Estados, se vea obligado a
establecerse en el que ha adquirido. Pero quiero referirme a aquellos que no se
convir- tieron en principes por cl azar, sino por sus virtudes. Y digo entonces
que, entre ellos, loa más ilustres han sido Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros
no menos grandes. Y aunque Moisés sólo fue un simple agente de la voluntad de
Dios, merece, sin embargo, nuestra admiración, siquiera sea por la gracia que
lo hacia digno de hablar con Dios. Pero también son admirables Ciro y todos los
demás que han adquirido o fundado reinos; y si iuzgamos sus hechos y su
gobierno, hallaremos que no deslucen ante los de Moisés, que tuvo tan gran
preceptor. Y si nos detenemos a estudiar su vida y sus obras, descubriremos que
no deben a la fortuna sino el haberles proporcionado la ocasión propicia, que
fue el material al que ellos dieron la forma conveniente. Verdad es que, sin
esa ocasión, sus méritos de nada hubicran valido; pero también es cierto que,
sin sus méritos, era inútil que la ocasión se presentara. Fue, pues,. necesario
que Moisés hallara al pueblo de Israel esclavo y oprimido por los egipcios para
que ese pueblo, ansioso de salir de su sojuzgamiento, se dispusiera a seguirlo.
Se hizo menester que Rómulo no pudiese vivir en Alba y estuviera expuesto desde
su nacimiento, para que llegase a ser rey de Roma y fundador de su patria. Ciro
tuvo que ver a los persas des- contentos de la dominación de los medas, y a los
medas flojos e indolentes como consecuencia de una larga paz. No habría podido
Teseo poner de manifesto sus virtudes si no hubiese sido testigo de la
dispersión de los atenienses. Por lo tanto, estas ocasiones permiticron que
estos hombres realizaran felizmente sus designios, y, por otro lado, sus
méritos permiticron que las ocasiones rindieran provecho, con lo cual llenaron
de gloria y de dicha a sus patrias.
Los que, por caminos semejantes a los de
aquéllos, se convierten en príncipes adquieren el principado con dificultades,
pero lo conservan sin sobresaltos. Las dificultades nacen en parte de las
nuevas leyes y costumbres que se ven obligados a im- plantar para fundar el
Estado y proveer a su seguridad. Pues debe considerarse que no hay nada más
dificil de emprender, ni mis dudoso de hacer. triunfar, ni más peligroso de
manejar, que el introducir nuevas leyes. Se explica: el innovator se transforma
en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se
granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas.
Tibieza en éstos, cuyo origen es, por un lado, el temor a los que tienen de su
parte a la legislación antigua, y por otro, la incredulidad de los hombres, que
nunca fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos. De donde resulta que,
cada vez que los que son enemigos tienen oportunidad para atacar, lo hacen
enérgicamente, y aquellos otros asumen la defensa con tibieza, de modo que se
expone uno a caer con ellos. Por consiguiente, si se quiere analizar bien esta
par- te, es preciso ver si esos innovadores lo son por si mismos, o si dependen
de otros; es decir, si necesitan recurrir a ta súplica para realizar su obra, o
si pueden imponerla por la fuerza. En cl primer caso, fracasan siempre, y nada
queda de sus intenciones, pero cuando sólo dependen de sí mismos y pueden
actuar con la ayuda de la fuerza, entonces rara vez dejan de conseguir sus
propósitos. De donde se explica que todos los profetas armados hayan triunfado,
y fracasado todos los que no tenían armas. Hay que agregar, además, que los
pueblos son tornadizos; y que, si es fácil convencerlos de algo, es difícil
mantenerlos fieles a esa convicción, por lo cual conviene estar preparados de
tal manera, que, cuando ya no crean, se les pueda hacer creer por la fuerza.
Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no habrían podido hacer respetar sus estatutos
durante mucho tiempo si hubiesen estado desarmnados. Como sucedió en nuestros a
Fray Jerónimo Savonaro- la, que
fracasó en sus innovaciones en cuanto la gente empezó a no creer en ellas, pues se encontró con que carecía de medios
tanto para mantener fieles en su creencia a los que habian creído como para
hacer creer a los incrédulos. Hay que reconocer que estos revolucionarios
tropiezan con serias dificultades, que todos los peligros surgen en su camino y
que sólo con gran valor pueden superarlos; pero vencidos los obstáculos, y una
vez que han hecho desaparecer a los que tenían envidia de sus virtudes, viven
poderosos, seguros, honrados y felices.
A tan excelsos ejemplos hay que agregar otro
de menor jerarquía, pero que guarda cierta proporción con aquéllos y que
servirá para todos los de igual clase. Es el de Hierón de Siracusa, que de
simple ciudadano llegó a ser príncipe sin tener otra deuda con el azar que la
ocación; pues los siracusanos, oprimidos, lo nombraron su capitán, y fue
entonces cuando hizo méritos suficientes para que lo eligieran príncipe. Y a
pesar de no ser noble, dio pruebas de tantas virtudes, que quien ha escrito de
él ha dicho: “quod nihil illi deerat ad regnandum praeter regnum”. Licenció el
antiguo ejército y creó uno nuevo; dejó las amistades viejas y se hizo de
otras; y asi, rodeado por soldados y amigos adictos, pudo construir sobre tales
cimientos cuanto edificio quiso; y lo que tanto le habia costado adquirir, poco
le cósto conservar.
Capitulo VII
DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS
QUE SE ADQUIEREN CON
ARMAS Y FORTUNA DE OTROS
Los que sólo por la suerte se convierten en
príncipes poco esfuerzo necesitan para llegar a serlo, pero no se mantienen
sino con muchisimo. Las dificultades no surgen en su camino, porque tales
hombres vuelan, pero se presentan una vez instalados. Me refiero a los que compran un Estado o a los que
lo obtienen como regalo, tal cual suce- dió a muchos en Grecia, en las ciudades
de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos príncipes por Dario a fin de que
le conservasen dichas ciudades para su seguridad y gloria; y como sucedió a
muchos emperadores que llegaban al trono corrompiendo los soldados. Estos
príncipes no se sostienen sino por la voluntad y la fortuna --cosas ambas
mudables e inseguras-- de quienes los elevaron; y no saben ni pueden conserver
aquella dignidad. No saben porque, si no son hombres de talento y virtudes
superiores, no es presumible que conozean cl arte del mando, ya que han vivido
siempre como simples ciudadanos; no pueden porque carecen de fuerzas que puedan
serles adictas y fieles. Por otra parte, los Estados que nacen de pronto, como
todas las cosas de la naturaleza que
brotan y crecen precozmente, no pueden tener raices ni sostenes que los
defiendan del tiempo adverso; salvo que quienes se han convertido en forma tan
súibita en principes se pongan a la
altura de lo que la fortuna ha depositado en sus manos, y sepan prepararse
inmediatamente para conservarlo, y echen los cimientos que cualquier otro echa
antes de llegar al principado.
Acerca
de estos dos modos de llegar a ser principe --por méritos o por suerte--,
quiero citar dos ejemplos que perduran en nuestra memoria: el de Francisco
Sforza y cl de César Borgia. Francisco, con los inedios que correspondían y con
un gran talento, de la nada se convirtió en duque de Milán, y conservó con poca
fatiga lo que con mil afanes había conquistado. En cl campo opuesto, César
Borgia, llamado duque Valentino por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna
de su padre, y con la de éste lo perdió, a pesar de haber empleado todos los
medios imaginables y de haber hecho todo lo que un hombre prudente y hábil debe
hacer para arraigar en un Estado que se ha obtenido con armas y apoyo ajenos.
Porque, como ya he dicho, el que no coloca los cimientos con anticipación
podría colocarlos luego si tiene talento, aun con riesgo de disgustar al
arquitecto y de hacer peligrar el edificio. Si se examinan los progresos del
duque, se verá que ya había echado las bases para su futura grandeza; y creo
que no es superfluo hablar de ello, porque no sabría qué mejores consejos dar a
un príncipe nuevo que el ejemplo de las medidas tomadas por él. Que si no le
dieron el resultado apetecido, no fue culpa suya, sino producto de un
extraordinario y extremado rigor de la suerte.
Para hacer poderoso al duque, su hijo, tenía
Alejandro VI que luchar contra grandes dificultades presences y futuras. En
primer lugar, no veía manera de hacerlo señor de algún Estado que no fuese de
la Iglesia; y sabía, por otra parte, que ni el duque de Milán ni los venecianos
le consentirían que desmembrase los territories de la Iglesia, porque ya Faenza
y Rímini estaban bajo la protección de los venecianos. Y después veía que los
ejércitos de Italia, y especialmente aquellos de los que hubiera podido servirse,
estaban en manos de quienes debían temer el engrandecimiento del papa; y mal
podía fiarse de tropas mandadas por los Orsini, los Colonna y sus aliados. Era,
pues, necesario remover aquel estado de cosas y desorganizar aquellos
territorios para apoderarse sin riesgos de una parte de ellos. Lo que le fue
fácil, porque los venecianos, movidos por otras razones, habian invitado a los
franceses a volver a Italia; lo cual no sólo no impidió, sino facilitó con la disolución del primer matrimonio del
rey Luis. De suerte que cl rey entró en Italia con la ayuda de los venecianos y
el consentimiento de Alejandro. Y no habia llegado aún a Milán cuando el papa
obtuvo tropas de aquél para la empresa de la Romaña, a la que nadie se opuso
gracias a la autoridad del rey. Adquirida, pues, la Romaña por el duque, y
derrotados los Colonna, se presentaban dos obstáculos que impedían conservarla
y seguir adelante. uno, sus tropas, que no le parecian adictas; el otro, la
voluntad de Francia. Temía que las tropas de los Orsini, de las cuales se había
valido, le faltasen en el momento preciso, y no sólo le impidiesen conquistar
más, sino que le arrebatasen lo conquistado; y otro tanto temía del rey. Tuvo
una prueba de lo que sospechaba de los Orsini cuando, después de la toma de
Faenza, asaltó a Bolonia, en cuyas eircunstancias los vio batirse con friaidad.
En lo que respecta al rey, descubrió sus intenciones cuando, ya dueño del
ducado de Urbino, so vió obligado a renunciar a la conquista de Toscana por su
intervención. Y entonces decidió no depender más de la fortuna y las armas
ajenas. Lo primero que hizo fue debilitar a los Orsini y a los Colonna on Roma,
ganándose a su causa a cuantos nobles les eran adictos, a los cuales señaló
crecidos sueldos y honró de acuerdo con sus méritos con mandos y
administraciones, de modo que en pocos meses el afecto que tenían por aquéllos
se volvió por entero hacia el duque. Después de lo cual, y dispersado que, hubo
a los Colonna, esperó la ocasión de terminar con los Orsini. Oportunidad que se
presentó bien y que él aprovechó mejor. Los Orsini, que muy tarde habían
comprendido que la grandeza del duque y de la Iglesia generaba su ruina,
celebraron una reunión en Magione, en el territorio de Perusa, de la que
nacieron la rebelión de Urbino, los tumultos de Romaña y los infinitos peligros
por los cuales atravesó el duque; pero éste supo conjurar todo con la ayuda de
los franceses. Y restaurada su autoridad, el duque, que no podía fiarse do los
franceses ni de los demás fuerzas
extranjeras, y que no se atrevía a desafiarlas, recurrió a la astucia; y supo
disimular tan bien sus propósitos, que los Orsini, por intermedio del señor
Paulo -a quien el duque colmó de favores para conquistarlo, sin escatimarle
dinero, trajes ni caballos-, se reconciliaron inmediatamente, hasta tal punto,
que su candidez los llevó a caer en sus manos en Sinigaglia. Exterminados,
pues, estos jefes y convertidos los partidarios de ellos en amigos suyos, el
duque tenia construidos sólidos cimientos para su poder futuro, mixime cuando poseía toda la Romaña y el ducado de
Urbino y cuando se había ganado la buena voluntad de esos pueblos, a los cuales
empezaba a gustar el bienestar de su gobierno.
Y porque esta parte es digna de mención y de
ser imitada por otros, conviene no pasarla por alto. Cuando el duque se
encontró con que la Romaña conquistada estaba bajo el mando de señores ineptos
que antes despojaban a sus súbditos que los gobernaban, y que más les daban
motivos de desunión que de unión, por lo cual se sucedían continuamente los
robos, las riñas y toda clase de desórdenes, juzgó necesario, si se queria
pacificarla y volverla dócil a la voluntad del príncipe, dotarla de un gobierno
severo. Eligió para esta misión a Ramiro de Orco, hombre cruel y expeditivo, a
quien dio plenos poderes. En poco tiempo impuso éste su autoridad,
restableciendo la paz y la unión. Juzgó entonces el duque innecesaria tan
excesiva autoridad, que podia hacerse odiosa, y creó en el centro de la
provincia, bajo la presidencia de un hombre virtuosísimo, un tribunal civil en
el cual cada ciudadano tenia su abogado. Y como sabía que los rigores pasados
habían engendrado algún odio contra su persona, quiso demostrar, para aplacar
la animosidad de sus súbditos y atraérselos, que, si algún acto de crueldad se
habia cometido, no es debía a él, sino a la salvaje naturaleza del ministro. Y
llegada la ocasión, una mañana lo hizo exponer en la plaza de Cesena, dividido
en dos pedazos clayados en un palo y con un cuchillo cubierto de sangre al
lado. La ferocidad de semejante especticulo dejó al pueblo a la vez satisfecho
y estupefacto. Pero volvamos al punto de partida. Encontrábase el duque
bastante poderoso y a cubierto en parte de todo peligro presente, luego de
haberse armado en la necesaria medida y de haber aniquilado los ejércitos que
encerraban peligro inmediato, pero le faltaba, si quería continuar sus
conquistas, obtener el respeto del rey de Francia, pues sabía que el rey,
aunque advertido tarde de su error, trataría de subsanarlo. Empezó por ello a
buscarse amistades nuevas, y a mostrarse indeciso con los franceses cuando
estos se dirigieron al reino de Nápoles para luchar contra los españoles que
sitiaban a Gaeta. Y si Alejandro hubiese vivido aún, su propósito de verse
libre de ellos no habría tardado en cumplirse. Este fue su comportamiento en lo
que se refiere a los hechos presentes. En cuanto a los futuros, tenía sobre
todo que evitar que el nuevo sucesor en el Papado fuese enemigo suyo y le
quitase lo que Alejandro le habia dado. Y pensó hacerlo por cuatro medios
distintos: primero, exterminando a todos los descendientes de los señores a
quienes había despojado, para que el papa no tuviera oportunidad de
restablecerlos. Segundo, atrayéndose a todos los nobles de Roma, para oponerse,
con su ayuda, a los designios del papa. Tercero, reduciendo el Colegio a su
voluntad, hasta donde pudiese. Cuarto, adquiriendo tanto poder, antes que el
papa muriese, que pudiera por sí mismo resistir un primer ataque. De estas
cuatro cosas, ya había realizado tres a la muerte de Alejandro, la cuarta
estaba concluida. Porque señores despojados mató a cuantos pudo alcanzar, y muy
pocos se salvaron; y contaba con nobles romanos ganados a su causa; y en el
Colegio gozaba de gran influencia. Y por lo que toca a las nuevas conquistas,
tramaba apoderarse de Toscana, de la cual ya poseía a Perusa y Piombino, aparte
de Pisa, que se habia puesto bajo su protección. Y en cuanto no tuviese que
guardar mis miramientos con los franceses (que de hecho no tenia por qué
guardárselos, puesto que ya los franceses habían sido despojados del Reino por
los españoles, y que unos y otros necesitaban comprar su amistad), se echaría
sobre Pisa. Después de lo cual Luca y Siena no tardarían en ceder, primero por
odio contra los florentinos, y después por miedo al duque; y los florentinos
nada podrían hacer. Si hubiese logrado esto (aunque fuera el mismo año de la
muerte de Alejandro), habría adquirido tanto poder y tanta autoridad, que se
hubiera sostenido por sí solo, y no habría dependido más de la fortuna ni de
las fuerzas ajenas, sino de su poder y de sus méritos.
Pero Alejandro murió cinco años después de
que el hijo empezara a desenvainar la espada. Lo dejaban con tan sólo un Estado
afianzado: el de Romaña, y con todos los demás en el aire, entre dos poderesos
ejércitos enemigos, y enfermo de muerte. Pero habia en el duque tanto vigor de
alma y de cuerpo, tan bien sabía cómo se gana y se pierde a los hombres, y los
cimientos que echara en tan poco tiempo eran tan sólidos, que, a no haber
tenido dos ejércitos que lo rodeaban, o simplemente a haber estado sano, se
hubiese sostenido contra todas las dificultades. Y si los cimientos de su poder
eran seguros o no, se vio en seguida, pues la Romaña lo esperó más de un mes:
y, aunque estaba medio muerto, nada se intentó contra él, a pesar de que los
Baglioni, los Vitelli y los Orsini habian ido alli con ese propósito; y si no
hizo papa a quien quería, obtuvo por lo menos que no lo fuera quien él no
queria que lo fuese. Pero todo le hubiese sido fácil a no haber estado enfermo
a la muerte de Alejandro. El mismo me dijo, el dia en que elegido Julio II, que
habia previsto todo lo que podía suceder a la muerte de su padre, y para todo
preparado remedio; pero que nunca había pensado que en semejante circunstancia él
mismo podía hallarse moribundo.
No puedo, pues, censurar ninguno de los actos
del duque; per el contrario, me
parece que deben imitarlos todos aquellos que llegan al trono mediante la
fortuna y las armas ajenas. Porque no es posible conducirse de otro modo cuando
se tienen tanto valor y tanta ambición. Y si sus propósitos no se realizaron,
tan sólo fue por su enfermedad y por la brevedad de la vida de Alejandro. El
príncipe nuevo que crea necesario defenderse de enemigos, conquistar amigos,
vencer por la fuerza o por el fraude, hacerse amar o temer de los habitantes,
respetar y obedecer por los soldades, matar a los que puedan perjudicarlo,
reemplazar con nuevas las leyes antiguas, ser severo y amable, magnánimo y
liberal, disolver las milicias infieles, crear nuevas, conserver la amistad de
reyes y príncipes de modo que lo favorezcan de buen grado o lo ataquen con
recelos; el que juzgue indispensable hacer todo esto, digo, no puede hallar
ejemplos más recientes que los actos del duque. Sólo se lo puede criticar en lo
que respecta a la elección del nuevo pontifice, porque, si bien no podía hacer
nombrar a un papa adicto, podía impedir que lo fuese este o aquel de los
cardenales, y nunea debió consentir en que fuera elevado al Pontificado alguno
de los cardenales a quienes había ofendido o de aquellos que, una vez papas,
tuviesen que temerle. Pues los hombres ofenden por miedo o por odio. Aquellos a
quienes había ofendido eran, entre otros, el cardenal de San Pedro, Advíncula,
Colonna, San Jorge y Ascanio; todos los demás, si llegados al solio, debían
temerle, salvo el cardenal de Ambaise dado su poder, que nacía del de Francia,
y los españoles ligados a él por alianza y obligaciones reciprocas. Por
consiguiente, el duque debía tratar ante todo de ungir papa a un español, y, a
no serle posible, aceptar al cardenal de Arnboise antes que el de San Pedro
Advíncula. Pues se engaña quien cree que entre personas eminentes los
beneficios nuevos hacen olvidar las ofensas antiguas. Se equivocó el. duque en
esta elección, causa última de su definitive ruina.
Capitulo VIII
DE LOS QUE LLEGARON AL
PRINCIPADO MEDIANTE
CRIMENES
Pero puesto que hay otros dos modos de llegar
a principe que no se pueden atribuir enteramente a la fortuna o a la virtud,
corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre ellos se discurra con más
detenimiento donde se trata de las repúblicas. Me refiero, primero, al caso en
que se asciende al principado por un camino de perversidades y delitos; y
después, al caso en que se llega a ser príncipe por el favor de los
conciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo y otro contemporeánno, ilustraró
el primero de estos modos, sin entrar a profundizar demasiado en la cuestión,
porque creo que bastan para los que se hallan en la necesidad de imitarlos.
El siciliano Agátocles, hombre no só1o de
condición oscura, sino baja y abyecta, se convirtió en rey de Siracusa. Hijo de
un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los períodos de su vida;
sin embargo, acompafió siempre sus maldades con tanto ánimo y tanto vigor
fisico que entrado en la milicia llegó a ser, ascendiendo grado por grado,
pretor de Siracusa. Una vez elevado a esta dignidad, quiso ser principe y
obtener por la violencia, sin debérselo a nadie, lo que de buen grado le
hubiera sido concedido. Se puso de acuerdo con cl cartaginés Amílcar, que se
hallaba con sus ejércitos en Sicilia, y una mañana reunió al pueblo y al
Senado, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la
república, y a una señal convenida sus soldados mataron a todos los senadores y
a los ciudadanos mis ricos de Siracusa. Ocupó entonces y supo conservar como
principe aquella ciudad, sin que se encendiera ninguna guerra civil por su causa. Y aunque los cart.tgineses lo sitiaron
dos veces y lo derrotaron por último, no sólo pudo defender la ciudad, sino
que, dejando parte de sus tropas para que contuvieran a los sitidores, con cl
resto invadió el Africa; y en poco tiempo levantó el sitio de Siracusa y puso a
los cartagineses en tales aprietos, que se vieron obligados a pactar con él, a
conformarse con sus posesiones del Africa y a dejarle la Sicilia. Quien
estudie, pues, las acciones de Agátocles y juzgue sus méritos muy poco o nada
encontrará que pueda atribuir a la suerte; no adquirió la soberania por el
favor de nadie, como he dicho más arriba, sino merced a sus grados militares,
que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y se mantuvo en
mérito a sus enérgicas y temerarias medidas. Verdad que no se puede llamar
virtud el matar a los conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de
fe, de piedad y de religion, con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no
gloria. Pero si se examinan el valor de Agátocles al arrastrar y salir
triunfante de los peligros y su grandeza de alma para soportar y vencer los
acontecimientos adversos, no se explica uno por qué tiene que ser considerado
inferior a los capitanes más famosos. Sin embargo, su falta de humanidad, sus
crueldades y maldades sin número, no consienten que se lo coloque entre los
hombres ilustres. No se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la virtud lo que
consiguió sin la ayuda de una ni de la otra.
En nuestros tiempos, bajo el papa Alejandro
VI, Oliverotto da Fermo, huérfano desde corta edad, fue educado por uno de sus
tios maternos, llamado Juan Fogliani, y confiado después, en su primera
juventud, a Pablo Vitelli, a fin de que llegase, gracias a sus ensceñanzas, a
ocupar un grado elevado en las armas. Muerto Pablo, pasó a militar bajo
Vitellozzo, su hermano., y en poco tiempo, como era inteligente y de espíritu y
cuerpo gallardos, se convirtió en el primer hombre de su ejéreito. Pero como le
pareció indigno servir a los demás, pensó apoderarse de Fermo con el
consentimiento de Vitellozzo y la ayuda de algunos habitantes de la ciudad a
quienes era más cara la esclavitud que la libertad de su patria. Escribió a
Juan Fogliani diciéndole que, luego de tantos años de ausencia, deseaba ver de
nuevo a su patria y a él, y, en parte, también conocer el estado de su
patrimonio; y que, como no se había fatigado sino por conquistar gloria,
quería, para demostrar a sus compatriotas que no habia perdido el tiempo,
entrar con todos los honores y acompañado por cien caballeros, amigos y
servidores suyos. Rogábale, pues, que tratase de que los ciudadanos de Fermo lo
acogiesen de un modo honroso, que con ello no sólo lo hoitraba a él, sino que
se honraba a sí mismo, ya que habia sido su maestro. No olvidó Juan ninguno de
los honores debidos a su sobrino, y lo hizo recibir dignamente por los
ciudadanos de Fermo, en cuyas casas se alojó con su comitiva. Transcurridos
algunos dias, y preparado todo cuanto era necesario para su premeditado crimen,
Oliverotto dio un banquete solemne al que invitó a Juan Fogliani y a los
principales hombres de Ferno. Después de consumir los manjares y de concluir
con los entretenimientos que son de use en tales ocasiones, Oliverotto,
deliberadamente, hizo recaer la conversación, dando ciertos peligrosos
argumentos, sobre la grandeza y los actos del papa Alejandro y de César, su
hijo; y come a esos argumentos contestaron Juan y los otros, se levantó de
pronto diciendo que convenéa hablar de semejantes temas en lugar más seguro, y
se retiró a una habitación a la cual lo siguieron Juan y los demás ciudadanos.
Y aún éstos no habian tomado asiento cuando de algunos escondrijos salieron
soldados que dieron muerte a Juan y a todos los demás. Consumado el crimen,
montó Oliverotto a caballo, atravesó la ciudad y sitió en su palacio al
magistrado supremo. Los ciudadanos no tuvieron entonces más remedio que
someterse y constituir un gobierno del cual Oliverotto se hizo nombrar jefe.
Muertos todos los que hubieran podido significar un peligro para él, se
preocupó por reforzar su poder con nuevas leyes civiles y militares, de manera
que, durante el año que gobernó, no sólo estuvo seguro en Fermo, sino que se
hizo temer por todos los vecinos. Y habría sido tan dificil de derrocar como
Agátocles si no se hubiese dejado engañar por César Borgia y prender, junto con
los Orsini y los Vitelli, en Sinigaglia, donde, un año después de su
parricidio, fue estrangulado en compañia de Vitellozzo, su maestro en hazañas y
crimenes.
Podría alguien preguntarse a qué se debe que,
mientras Agátocles y otros de su calaña, a pesar de sus traiciones y rigores
sin número, pudieron vivir durante mucho tiempo y a cubierto de su patria, sin
temer conspiraciones, y pudieron a la vez defenderse de los enemigos de afuera,
otros, en cambio, no sólo mediante medidas tan extremas no lograron conserver
su Estado en épocas dudosas de guerra, sino tampoco en tiempos de paz. Creo que
depende del bueno o mal uso que se hace
de la crueldad. Llamaría bien empleadas a las crueldades (si a lo malo se
lo puede llamar bueno) cuando se aplican de una sola vez por absoluta necesidad
de asegurarse, y cuando no se insiste en ellas, sino, por el contrario, se
trata de que las primeras se vuelvan todo lo beneficiosas posible para los
súbditos. Mal empleadas son las que, aunque poco graves al principio, con el
tiempo antes crecen que se extinguen. Los que observan el primero de estos
procedimientos pueden, como Agátocles, con ]a ayuda de Dios y de los hombres,
poner, algún remedio a su situación, los otros es imposible que se conserven en
sus Estados. De donde se concluye que, al apoderarse de un Estado, todo usurpador
debe reflexionar sobre los crimenes que le es preciso cometer, y ejecutarlos
todos a la vez, para que no tenga que renovarlos dia a dia y, al no verse en
esa necesidad, pueda conquistar a los hombres a fuerza de beneficios. Quien
procede de otra mancra, por timidez o por haber sido mal aconsejado, se ve
siempre obligado a estar con el cuchillo en la mano, y mal puede contar con
súbditos a quienes sus ofensas continuas y todavia recientes llenan de
descoufianza. Porque las ofensas deben inferirse de una sola vez para que,
durando menos, hieran menos; mientras que los beneficios deben proporcionarse
poco a poco, a fin de que se saboreen mejor. Y, sobre todas las cosas, un
príncipe vivirá con sus súbditos de manera tal, que ningún acontecimiento, favorable
o adverso, lo haga variar; pues la necesidad que se presenta en los tiempos
difíciles y que no se ha previsto, tú no puedes remediarla; y el bien que tú
hagas ahora de nada sirve ni nadie te lo agradece, porque se considera hecho a
la fuerza.
Capitulo IX
DEL PRINCIPADO CIVIL
Trataremos ahora del segundo caso: aquel en que un ciudadano. no por
crimenes ni violencia. sino gracias al favor de sus compatriotas, se convierte
en príncipe. El Estado así constituido puede llamarse principado civil. El llegar a él no depende por completo de los
méritos o de la suerte; depende, más bien, de una cierta habilidad propiciada
por la fortuna, y que necesita, o bien del apoyo del pueblo, o bien del de los
nobles. Porque en toda ciudad se encuentran estas dos fuerzas contrarias, una
de las cuales lucha por mandar y oprimir a la otra, que no quiere ser mandada ni oprimida. Y del
choque de las dos corrientes surge uno de estos tres efectos. o principado, o
libertad, o licencia.
El principado pueden implantarlo tanto el pueblo como los nobles, según que
la ocasión se presente a uno o a otros. Los nobles, cuando comprueban que no
pueden resistir al pueblo, concentran toda la autoridad en uno de ellos y lo
hacen príncipe, para poder, a su sombra, dar rienda sucita a sus apetitos. El
pueblo, cuando a su vez comprueba que no puede hacer frente a los grandes, cede
su autoridad a uno y lo hace príncipe para que lo defienda. Pero el que llega
al principado con la ayuda de los nobles se mantiene con más dificultad que el
que ha llegado mediante el apoyo del pueblo, porque los que lo rodean se
consideran sus iguales, y en tal caso se le hace difícil mandarlos y manejarlos
como quisiera. Mientras que el que llega por el favor popular es única
autoridad, y no tiene en derredor a nadie o casi nadie que no esté dispuesto a
obedecer. Por otra parte, no puede honradamente satisfacer a los grandes sin
lesionar a los demás; pero, en cambio, puede satisfacer al pueblo, porque la la
finalidad del pueblo es más honesta que la de los grandes, queriendo éstos
oprimir, y aquél no ser oprimido.
Agréguese a esto que un príncipe jamás podrá dominar a un pueblo cuando lo
tenga por enemigo, porque son muchos los que lo forman; a los nobles, como se
trata de pocos, le será fácil. Lo peor que un principe puede esperar de un
pueblo que no lo ame es el ser abandonado por él; de los nobles, si los tiene
por enemigos, no sólo debe temer que lo abandonen, sino que se rebelen contra
él; pues, más astutos y clarividentes, siempre están a tiempo para ponerse en salvo,
a la vez que no dejan nunca de congratularse con el que esperan resultará
vencedor. Por último, es una necesidad para el principe vivir siempre con el
mismo pueblo, pero no con los mismos nobles, supuesto que puede crear nuevos o
deshacerse de los que tenía, y quitarles o concederles autoridad a capricho.
Para aclarar mejor esta parte en lo que se refiere a los grandes, digo que
se deben considerar en dos aspectos principales: o proceden de tal rnanera que
se unen por completo a su suerte, o no. A aquellos que se unen y no son
rapaces, se les debe honrar y amar; a aquellos que no se unen, se les tiene que
considerar de dos maneras: si hacen esto por pusilanimidad y defecto natural
del ánimo, entonces tú debes
servirte en especial de aquellos que son de buen criterio, porque en la
prosperidad te honrarán y en la adversidad no son de temer, pero cuando no se
unen sino por cálculo y por
ambición, es señal de que piensan más en sí mismos que en ti, y de ellos se
debe cuidar cl prín- cipe y temerles
como si se tratase de enemigos declarados, porque esperarán la adversidad para
contribuir a su ruina.
El que llegue a príncipe mediante el favor del pueblo debe esforzarse en
conservar su afecto, cosa fácil, pues el pueblo sólo pide no ser oprimido. Pero
el que se convierta en príncipe por el favor do los nobles y contra el puebio
procederá bien si so empeña ante todo en conquistarlo, lo que sólo le será
fácil si lo toma bajo su protección. Y
dado que los hombres se sienten más agradecidos cuando reciben bien de quien
sólo esperaban mal, se somete el pueblo más a su bienhcehor que si lo hubiese
conducido al principado por su voluntad. El príncipe puede ganarse a su pueblo do muchas maneras, que no mencionaré
porque es impossible dar reglas fijas sobre algo que varía tanto según las
circunstancias. Insistiré tan sólo on que un príncipe necesita contar con la
amistad del pueblo, pues de lo contrario no tiene remedio en la adversidad.
Nabis, príncipe de los espartanos, resistió el ataque de toda Grecia y de
un ejército romano invicto, y le bastó, surgido el peligro, asegurarse de muy
pocos para defender contra aquéllos su patria y su Estado, que si hubiese
tenido por enemigo al pueblo, no le bastara. Y que no so pretenda desmentir mi
opinión con el gastado proverbio de que quien
confia en el pueblo edifica sobre
arena; porque el proverbio sólo es verdadero cuando se trata do un simple
ciudadano que confía en cl pueblo como si el pueblo tuviese el deber de
liberarlo cuando los enemigos o las autoridades lo oprimen. Quien así lo
interpretara se engañaría a menudo, como los Gracos en Roma y Jorge Scali en
Florencia. Pero si es un príncipe quien confía
on é1, y un príncipe valiente que sabe mandar, que no se acobarda en la
adversidad y mantiene con su ánimo y sus medidas el ánimo de todo su pueblo, no
só1o no se verá nunca defraudado, sino que se felicitará de haber depositado on
é1 su confianza.
Estos principados peligran, por lo general, cuando quieren pasar de
principado civil a principado absoluto; pues estos príncipes gobiernan por sí
mismos o por intermedio de magistrados. En cl último caso, su permanencia es
más insegura y peligrosa, porque depende de la voluntad de los ciudadanos que
ocupan el cargo de magistrados, los cuales, y sobre todo en, épocas adversas,
pueden arrebatarle muy fácilmente el
poder, ya dejando de obedecerle, ya sublevando al puebio contra ellos. Y el
príncipe, rodeado de peligros, no tiene tiempo para asumir la autoridad
absoluta, ya que los ciudadanos y los súbditos, acostumbrados a recibir órdenes
nada más que de los magistrados, no están en semejantes trances dispuestos a
obedecer las suyas. Y no encontrará nunca, en los tiempos dudosos, gentes en
quien poder confiar, puesto que tales príncipes no pueden tomar como ejemplo lo
que sucede en tiempos normales, cuando los ciudadanos tienen necesidad del
Estado, y corren y prometen y quieren morir por él, porque la muerte está lejana; pero en los tiempos
adversos, cuando el Estado tiene necesidad de losciudadanos, hay pocos que
quieran acudir en su ayuda. Y esta experiencia es tanto más peligrosa cuanto
que no puede intentarse sino una vez. Por ello, un príncipe hábil debe hallar
una manera por la cual sus ciudadanos siempre y en toda ocasión tengan
necesidad del Estado y de él. Y asi le serán siempre fieles.
Capitulo X
COMO DEBEN MEDIRSE LAS
FUERZAS DE TODOS
LOS PRINCIPADOS
Conviene, al examinar la naturaleza
de estos principados, hacer una consideración más, a saber; si un príncipe
posee un Estado tal que pueda, en caso necesario, sostenerse por sí misma, o sí
tiene, en tal caso, que recurrir a la ayuda de otros. Y para aclarar mejor este
punto, digo que considero capaces de poder sostenerse por sí mismos a los que,
o por abundancia de hombres o de dinero, pueden levantar un ejército respetable
y presentar batalla a quien quiera que se atreva a atacarlos; y considero que
tienen siempre necesidad de otros a los que no pueden presentar batalla al
enemigo en campo abierto, sino que se ven obligados a refugiarse dentro de sus
muros para defenderlos. Del primer caso ya se ha hablado, y se agregará más
adelante lo que sea oportuno. Del segundo caso no se puede decir nada, salvo
aconsejar a los príncipes que fortifiquen y abastezcan la ciudad en que residen
y que se despreocupen de la campaña. Quien tenga bien fortificada su ciudad, y
con respecto a sus súbditos se haya conducido de acuerdo con lo ya expuesto y
con lo que expondré más adelante, dificilmente será asaltado; porque los
hombres son enemigos de las empresas demasiado arriesgadas, y no puede reputarse
por fácil el asalto a alguien que tiene su ciudad bien fortificada y no es
odiado por el pueblo. Las ciudades de Alemania son libérrimas; tienen poca
campaña, y obedecen al empe- rador cuando les place, pues no le temen, asi como
no temen a ninguno de los poderosos que las rodean. La razón es simple: están
tan bien fortificadas que no puede menos de pensarse que el asedio sería arduo
y prolongado. Tienen muros y fosos adecuados, tanta artilleria como necesitan,
y guardan en sus almacenes lo necesario para beber, comer y encender fuego
durante un año; aparte de lo cual, y para poder mantener a los obreros sin que
ello sea una carga para el erario público, disponen siempre de trabaio para un
año en esas obras que son el nervio y la vida de la ciudad. Por último, tienen
en alta estima los ejercicios militares, que reglamentan con infinidad de
ordenanzas.
Un príncipe, pues, que gobierne una plaza fuerte, y a quien el pueblo no
odie, no puede ser atacado; pero si lo fuese, el atacante se vería obligado a
retirarse sin gloria, porque son tan variables las cosas de este mundo que es
impossible que alguien permanezca con sus ejércitos un año sitiando ociosamente
una ciudad. Y al que me pregunte si el pueblo tendrí paciencia, y el largo
asedio y su propio interés no le harán olvidar al príncipe, contesto que un
príncipe poderoso y valiente superará siempre estas dificultades, ya dando
esperanzas a sus súbditos de que el mal no durará mucho, ya infundiéndoles
terror con la amenaza de las vejaciones del enemigo, o ya asegurándose
diestramente de los que le parezcan demasiado osados. Añadiremos a esto que es
muy probable que el enemigo devaste y saquee la comarca a su llegada, que es
cuando los ánimos están mis caldeados y más dispuestos a la defensa; momento
propicio para imponerse, porque, pasados algunos dias, cuando los ánimos se
hayan enfriado, los daños estarán hechos, las desgracias se habrán sufrido y no
quedará ya remedio alguno. Los súbditos so unen por ello más estrechamente a su
príncipe, como si el haber sido incendiadas sus casas y devastadas sus
posesiones en defensa del señor obligará a éste a protegerlos. Está en la
naturaleza de los hombres el quedar reconocidos lo mismo por los beneficios que
hacen que por los que reciben. De donde, si se considera bien todo, no sorá
difícil a un príncipe sabio mantener firme el ánimo de sus ciudadanos durante
el asedio, siempre y cuando no carezean de víveres ni de medios de la defensa.
Capitulo XI
DE LOS PRINCIPADOS
ECLESIASTICOS
Sólo nos resta discurrir sobre los principados eclesiásticos, respecto a
los cuales todas las dificultades existen antes de poseerlos, pues se adquieren
o por valor o por suerte, y se conservan sin el uno ni la otra, dado que se
apoyan en antiguas instituciones religiosas que son tan potentes y de tal
calidad, que mantienen a sus príncipes en el poder sea cual fuere el modo en
que éstos procedan y vivan.
Estos son los únicos que tienen Estados y no los defienden; súbditos, y no
los gobiernan. Y los Estados, a pesar de hallarse indefensos, no les son
arrebatados, y los súbditos, a pasar de carecer de gobierno, no se preocupan,
ni piensan, ni podrían sustraerse a su soberania. Son, por consiguiente, los
(únicos principados seguros y felices. Pero como están regidos por leyes
superiores, inasequibles a la mente humana, y como han sido inspirados por cl
Señor, sería oficio de hombre presuntuoso y temerario el pretender hablar de
ellos. Sin embargo, si alguien me preguntase a qué se debe que la Iglesia haya
llegado a adquirir tanto poder temporal, ya que antes de Alejandro, no só1o las
potencias italianas, sino hasta los nobles y señores de menor importancia
respetaban muy poco su fuerza temporal, mientras que ahora ha hecho temblar a
un rey de Francia y aun pudo arrojarlo de Italia, y ha arruinado a los
venecianos, no consideraría inútil recordar las circunstancias, aunque sean
bastante conocidas.
Antes que Carlos, rey de Francia, entrase en Italia, esta provincia estaba
bajo la dominación del papa, de los venecianos, del rey de Nápoles, del duque
de Milán y de los florentinos. Estas potencias debían tener dos cuidados
principales: evitar que un ejército extranjero invadiese a Italia y procurar
que ninguna de ellas preponderara. Los que despertaban más recelos eran los
venecianos y el papa. Para contener a aquéllos era necesaria una coalición de
todas las demás potencias, como se hizo para la defensa de Ferrara. Para
contener al papa, bastaban los nobles romanos, que, divididos en dos facciones,
los Orsini y los Colonna, disputaban continuamente y acudían a las armas a la
vista misma del pontifice, con lo cual la Santa Sede estaba siempre débil y
vacilante. Y aunque alguna vez surgiese un papa enérgico, como lo fue Sixto, ni
la suerte ni la experiencia pudieron servirle jamás de manera decisiva, a causa
de la brevedad de su vida, pues los diez años que, como término medio, vive un
papa bastaban apenas para debilitar una de las facciones. Y si, por ejemplo, un
papa había casi conseguido exterminar a los Colonna, resurgian éstos bajo otro
enemigo de los Orsini, a quienes tampoco había tiempo para hacer desaparecer
por completo; por todo lo cual las fuerzas temporales del papa eran poco
temidas en Italia. Vino por fin Alejandro VI y probó, como nunca lo había
probado ningún pontifice, de cuánto era capaz un papa con fuerzas y dinero;
pues tomando al duque Valentino por instrurnento, y la llegada de los franceses
como motivo, hizo todas esas cosas que he contado al hablar sobre las
actividades del duque. Y aunque su propósito no fue engrandecer a la Iglesia,
sino al duque, no es menos cierto que lo que realizó redundó en beneficio de la
Iglesia, la cual, después de su muerte y de la del duque, fue heredera de sus
fatigas. Lo sucedió el papa Julio, quien, con una Iglesia engrandecida y dueña
de toda la Romaña, con los nobles romanos dispersos por las persecuciones de
Alejandro, y abierto el camino para procurarse dinero, cosa que nunca había
ocurrido antes de Alejandro, no sólo mantuvo las conquistas de su predecesor,
sino que las acrecentó; y después de proponerse la adquisición de Bolonia, la
ruina de los venecianos y la expulsion de los franceses de Italia. lo llevó a
cabo con tanta más gloria cuando que lo hizo para engrandecer la Iglesia y no a
ningún hombre. Dejó las facciones Orsini y Colonna en el mismo estado en que
las encontró., y aunque ambas tuvieron jefes capaces de rebelarse, se quedaron
quietas por dos razones: primero, por la grandeza de la Iglesia, que los
atemorizaba, y después, por carecer de cardenales que perteneciesen a sus
partidos, origen siempre de discordia entre ellos. Que de nuevo se repetirán
toda vez que tengan cardenales que los representen, pues éstos fomentan dentro
y fuera de Roma la creación de partidos que los nobles de una y otra familia se
ven obligados a apoyar. Por lo cual cabe decir que las disensiones y disputas
entre los nobles son originadas por la ambición de los prelados. Ha hallado,
pues, Su Santidad el papa León una Iglesia potentísima; y se puede esperar que
asi como aquéllos la hicieron grande
por las armas, éste la hará aún más poderosa y venerable por su bondad y sus
mil otras virtudes.
Capitulo XII
DE LAS DISTINTAS CLASES DE
MILICIAS Y DE LOS SOLDADOS
MERCENARIOS
Después de haber discurrido detalladamente sobre la naturaleza de los
principados de los cuales me habia
propuesto tratar, y de haber señalado en parte las causas de su prosperidad o
ruina y los medios con que muchos
quisieron adquirirlos y conservarlos, réstame ahora hablar de las formas de
ataque y defensa que pueden ser necesarias en cada uno de los Estados a que me
he referido.
Ya he explicado antes cómo es preciso que un príncipe eche los cimientos de
su poder, porque, de lo contrario, fracasaría inevitablemente. Y los cimientos
indispensables a todos los Estados, nuevos, antiguos o mixtos, son las buenas
leyes y las buenas
tropas; y come aquéllas nada pueden donde faltan éstas, y come allí donde hay
buenas tropas por fuerza ha de haber buenas leyes, pasaré por alto las leyes y
hablaré de las tropas.
Digo, pues, que las tropas con que un
príncipe defiende sus Estados son propias, mercenarias, auxiliares o mixtas.
Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas; y el príncipe cuyo
gobierno descanse en soldados mercenarios no estará nunca seguro ni tranquilo,
porque están desunidos, porque son ambiciosos, desleales, valientes entre los
amigos, pero cobardes cuando se encuentran frente a los enemigos; porque no
tienen disciplina, como tienen temor de Dies ni buena fe con los hombres; de
modo que no se difiere la ruina sino mientras se difiere la ruptura; y ya
durante la paz despojan a su príncipe tanto como los enemigos durante la
guerra, pues no tienen otro amor ni otro motivo que los lleve a la batalla que
la paga del príncipe, la cual, por otra parte, no es suficiente para que deseen
morir per él. Quieren ser sus soldados mientras el príncipe no hace la guerra;
pero en cuanto la guerra sobreviene, o huyen o piden la baja. Poco me costaría
probar esto, pues la ruina actual de Italia no ha sido causada sino por la
confianza depositada durante muchos años en las tropas mercenarias, que
hicieron al principio, y gracias a ciertos jefes, algunos progresos que les
dieron fama de bravas; pero que demostraron lo que valían en cuanto aparecieron
a la vista ejércitos extranjeros. De tal suerte que Carlos, rey de Francia, se
apoderó de Italia con un trozo de tiza. Y los que afirman que la culpa la
tenian nuestros pecados, decían la verdad, aunque no se trataba de los pecados
que imaginaban, sino de los que he expuesto. Y como estos pecados los
cometieron los príncipes, sobre ellos recayó el castigo.
Quiero dejar mejor demostrada la ineficacia
de estos ejércitos. Los capitanes merecnarios o son hombres de mérito o no lo
son; no se puede confiar en ellos si lo son porque aspirarán siempre a forjar
su propia grandeza, ya tratando de someter al príncipe su señor, ya tratando de
oprimir a otros al margen de los designios del príncipe; y mucho menos si no lo
son, pues con toda seguridad llevarán al príncipe a la ruina Y a quien objetara
que esto podría hacerlo cualquiera, mercenario o no, replicaría con lo
siguiente: que un principado o una república deben tener sus milicias propias;
que, en un principado. el píincipe debe dirigir las milicias en persona y hacer
el oficio de capitán; y en las repúblicas, un ciudadano; y si el ciudadano
nombrado no es apto, se lo debe cambiar; y si es capaz para el puesto,
sujetarlo por medio de leyes. La experiencia enseña que sólo los príncipes y
repúblicas armadas pueden hacer grandes progresos, y que las armas mercenarias
sólo acarrean daños. Y es mas dificil que un ciudadano someta a una república
que está armada con armas propias que una armada con armas extranjeras.
Roma y Esparta se conservaron libres durante
muchos siglos porque estaban armadas. Los suizos son muy libres porque disponen
de armas propias. De las armas mercenaries de la antigüedad son un ejemplo los
cartagineses, los cuales estuvieron a punto de ser sometidos por sus tropas mercenarias, después de la
primera guerra con los romanos, a pesar de que los cartagineses tenían por
jefes a sus mismos conciudadanos. Filipo de Macedonia, nombrado capitán de los
tebanos a la muerte de Epaminondas, les quitó la libertad después de la
victoria. Los milaneses, muerto el duque Felipe, tomaron a sueldo a Francisco
Sforza para combatir a los venecianos; y Sforza venció al enemigo en Caravaggio
y se alió después con él para sojuzgar a los milaneses, sus amos. El padre de
Francisco Sforza, estando at servicio de la reina Juana de Nápoles, la abandonó
inespera- damente; y ella, al quedar sin tropas que la defendiesen, se vio
obligada, para no perder el reino, a entregarse en manos del rey de Aragón. Y
si los florentinos y venecianos extendieron sus dominios gracias a esas
milicias, y si sus capitanes los defendieron en vez de someterlos, se debe
exclusivamente a la suerte; porque de aquellos capitales a los que podían
temer, unos no vencieron nunca, otros encontraron oposición y los (útimos
orientaron sus ambiciones hacia otra parte. En el número de los primeros se
contó Juan Aucut, cuya fidelidad mal podia conocerse cuando nunca obtuvo una
victoria., pero nadie dejará de reconocer que, si hubiese triunfado, quedaban
los florentinos librados a su discreción. Francisco Sforza tuvo siempre por
adversario a los Bracceschi, y se vigilaron mutuamente; al fin, Francisco
volvió sus miras hacia la Lombardía, y Braccio hacia la Iglesia y el reino de
Nápoles.
Pero atendamos a lo que ha sucedido hace poco
tiempo. Los florentinos nombraron capitán de sus milicias a Pablo Vitelli,
varón muy prudente que, de condición modesta, había llegado a adquirir gran
fama. A haber tomado a Pisa, los florentinos se hubiesen visto obligados a
sostenerlo, porque estaban perdidos si se pasaba a los enemigos, y si hubieran
querido que se quedara, habrían debido obedecerle. Si se consideran los
procedimientos de los venecianos, se verá que obraron con seguridad y gloria
mientras hicieron la guerra con sus propios soldados, lo que sucedió antes que
tentaran la suerte en tierra firme, cuando contaban con nobles y plebeyos que defendían
lo suyo; pero bastó que empezaran a combatir en tierra firme para que dejaran
aquella virtud y adoptaran las costumbres del resto de Italia. AI principio de
sus empresas por tierra firme, nada tenían que temer de sus capitanes, asi por
lo reducido del Estado como por la gran reputación de que gozaban; pero cuando
bajo Carmagnola el territorio se fue ensanchando, notaron el error en que
habian caído. Porque viendo que aquel hombre, cuya capacidad conocian después
de haber derrotado al duque de Milán, hacia la guerra con tanta tibieza,
comprendieron que ya nada podía esperarse de él, puesto que no lo quería; y
dado que no podian licenciarlo, pues perdían lo que habian conquistado, no les
quedaba otro recurso, para vivir seguros, que matarlo. Tuvieron luego por
capitanes a Bartolomé de Bérgamo, a Roberto de San Severino, al conde de
Pitigliano y a otros de quienes no tenian que temer las victorias, sino las
derrotas, como les sucedió luego en Vaili, donde en un dia perdieron lo que con
tanto esfuerzo habían conquistado en ochocientos años. Porque estas milicias, o
traen lentas, tardías y mezquinas adquisiciones, o súbitas y fabulosas
pérdidas.
Y ya que estos ejemplos me han conducido a
referirme a Italia, estudiemos la historia de las tropas mercenarias que
durante tantos años la gobernaron, y remontámonos a los tiempos más antiguos,
para que, vistos su origen y sus progresos, puedan corregirse mejor los
errores.
Es de saber que, en épocas no recientes,
cuando el emperador empezo a ser arrojado de Italia y el poder temporal del
papa acrecentarse, Italia se dividió en gran número de Estados; porque muchas
de las grandes ciudades tomaron las armas contra sus señores, que, favorecidos
antes por el emperador, las tenían avasalladas; y el papa, para beneficiarse,
ayudó en cuanto pudo a esas rebeliones. De donde Italia pasó casi por entero a
las manos de la Iglesia y de varias repúblicas -pues algunas de las ciudades
ha- bían nombrado príncipes a sus ciudadanos--; y como estos sacerdotes y estos
ciudadanos no conocían el arte de la guerra, empezaron a tomar extranjeros a
sueldo. El primero que dio reputación a estas milicias fue Alberico de Conio,
de la Romaña, a cuya escuela pertenceen, entre otros, Braccio y Sforza, que en
sus tiempos fueron árbitros de Italia. Tras ellos vinieron todos los que hasta
nuestros tiempos han dirigido esas tropas. Y el resultado de su virtud lo
hallamos en esto: que Italia fue recorrida libremente por Carlos, saqueada por
Luis, violada por Fernando e insultada por los suizos. El. método que estos
capitanes siguieron para adquirir reputación fue primero el de quitarle
importancia a la infantería. Y lo hicieron porque, no poseyendo tierras y
teniendo que vivir de su industria, con pocos infantes no pedían imponerse y
les era impossible alimentar a muchos, mientras que, con un número reducido de
jinetes, se veían honrados sin que fuese un problema el proveer a su
sustentación. Las cosas habian llegado a tal extremo, que en un ejército de
veinte mil hombres no había dos mil infantes. Por otra parte, se habían
ingeniado para ahorrarse y ahorar a sus soldados la fatiga y el miedo con la
consigna de no matar en las refriegas, sino tomar prisioneros, sin degollarlos.
No asaltaban de noche las ciudades, ni los carnpesinos atacaban las tiendas; no
levantaban empalizadas ni abrían fosos alrededor del campamento, ni vivían en
él durante el invierno. Todas estas cosas, permitidas por sus códigos
militares, las inventaron ellos, como he dicho, para evitarse fatigas y
peligros. Y con ellas condujeron a Italia a la esclavitud y a la deshonra.
Capitulo XIII
DE LOS SOLDADOS AUXILIARES,
MIXTOS Y PROPIOS
Las tropas auxiliares, otras de las tropas
inútiles de que he hablado, son aquellas que se piden a un principe poderoso para que nos socorra y
defienda, tal como hizo en estos últimos tiempos el papa Julio, cuando, a raiz
del pobre papel que le tocó representar con sus tropas mercenarias en la
empresa de Ferrara, tuvo que acudir a las auxiliares y convenir con Fernando,
rey de España, que éste iría en su ayuda con sus ejércitos. Estas tropas pueden
ser útiles y buenas para sus amos, pero para quien las ]lama son casi siem- pre
funestas; pues si pierden, queda derrotado, y si gana, se convierte en su
prisionero. Y aunque las historias antiguas están llenas de estos ejemplos,
quiero, sin embargo, de- tenerme en el caso reciente de Julio II, que no pudo
haber cometido imprudencia mayor para conquistar a Ferrera que el entregarse
por completo en manos de un extranjero. Pero su buena estrella hizo surgir una
tereera causa, que, de lo contrario, hubiera pagado las consecuencias de su
mala elección. Porque derrotados sus auxiliares en Ravena, aparecieron los
suizos, que, contra la opinión de todo el mundo, incluso la suya, pusieron en
fuga a los vencedores, de modo que no quedó prisionero de los enemigos, que
habían huido, ni de los auxiliares, ya que habia triunfado con otras tropas.
Los florentinos, que carecían de ejércitos propios, traieron diez mil franceses
para conquistar a Pisa; y esta resolución les hizo correr más peligros de los
que corrieran nunca en ninguna época. El emperador de Constantinopla, para
ayudar a sus vecinos, puso en Grecia diez mil turcos, los cuales, una vez
concluida la guerra, se negaron a volver a su patria; de donde empezó la
servidumbre de Grecia bajo el yugo de los infieles.
Se concluye de esto que todo el que no quiera vencer no tiene más que
servirse de esas tropas, muchísimo más peligrosas que las mercenarias, porque
están perfectamente unidas y obedecen elegamente a sus jefes, con lo cual la
ruina es inmediata; mientras que las mercenarias, para someter al príncipe, una
vez que han triunfado, necesitan esperar tiempo y ocasión, pues no constituyen
un cuerpo unido y, por añadidura, están a sueldo del príncipe. En ellas, un
tercero a quien el principe haya hecho jefe no puede cobrar en seguida tanta
autoridad como para perjudicario. En suma, en las tropas mercenarias hay que
temer sobre todo las derrotas; en las auxiliares, los triunfos.
Por ello, todo príncipe prudente ha desechado
estas tropas y se ha refugiado en las propias, y ha preferido perder con las
suyas a vencer con las otras, considerando que no es victoria verdadera la que
se obtiene con armas ajenas. No me cansaré nunca de elogiar a César Borgia y su
conducta. Empezó el duque por invadir la Romaña con tropas auxiliares, todos
soldados franceses, y con ellas tomó a Imola y Forli. Pero no pareciéndoles
seguras, se volvió a las mercenarias, según él menos peligrosas; y tomó a
sueldo a los Orsini y los Vitelli. Por último, al notar que también éstas eran
inseguras, infieles y peligrosas, las disolvió y recurrió a las propias. Y de
la diferencia que hay entre esas distintas milicias se puede formar una idea
considerando la autoridad que tenía el duque cuando sólo contaba con los franceses
y cuando se apoyaba en los Orsini y Vitelli, y la que tuvo cuando se quedó con
sus soldados y descansó en sí mismo: que era, sin duda alguna, mucho mayor,
porque nunca fue tan respetado como cuando se vio que era cl único amo de sus
tropas.
Me habia propuesto no salir de los ejemplos
italianos y recientes; pero no quiero olvidarme de Hierón de Siracusa, ya que
en otra parte lo he citado. Convertido, como expliqué, en jefe de los ejércitos
de Siracusa, advirtió en seguida de la inutilidad de las milicias mercenarias,
cuyos jefes tenían los mismos defectos que nuestros italianos; y como no creía conveniente conservarlas ni
licenciarlas, eliminó a sus jefes. E hizo la guerra con sus tropas y no con las
ajenas. Quiero también recordar un episodio del Viejo Testamento que viene muy
al caso. Ofreciéndose David a Saúl para combatir a Goliat, provocador filisteo,
Saúl, para darle valor, lo armó con sus armas; pero una vez que se vio cargado
con éstas, David las rechazó, diciendo que con ellas no podría sacar partido de
sí mismo y que prefería ir al encuentro del enemigo con su honda y su cuchillo.
En fin, sucede siempre que las armas ajenas o se caen de los hombros
del príncipe, o le pesan, o le oprimen.
Carlos VII, padre del rey Luis XI, una
vez que con su fortuna y valor liberó a Francia de los ingleses, conoció esta
necesidad de armarse con sus propias
armas y ordenó en su reino la creación de milicias de caballería e infantería.
Después, el rey Luis, su hijo, disolvió las de infantería y empezó a tomar a sueldo
a suizos, error que, renovado por otros, es, como ahora se ve, el motivo de los
males de aquel reino. Porque al acreditar a los suizos, desacreditó todas sus
armas, ya que hizo desaparecer la infantería y depender la caballería de las
tropas ajenas. Acostumbrada ésta a ir a la guerra en compañía de los suizos, no
cree poder vencer sin ellos. Lo cual explica que los franceses no puedan contra
los suizos, y que sin los suizos no se atrevan a enfrentar a otros. Los
ejércitos de Francia son, pues, mixtos, dado que se componen de tropas
mercenarias y propias; y, en su conjunto, son mucho mejores que las milicias
exclusivamente mercenarias o exclusivamente auxiliares, pero muy inferiores a
las propias. Bastará el ejemplo citado para hacer comprender que el reino de
Francia sería hoy invencible si se hubiese respetado la disposición de Carlos;
pero la escasa perspicacia de los hombres hace que comiencen algo que parece
bueno por el hecho de que no manifiesta el veneno que esconde debajo, como he
dicho que sucede con la tisis.
Por lo tanto, aquel que en un principado no descubre los males sino una vez
nacidos, no es verdaderamente sabio; pero ésta es virtud que tienen pocos. Si
se examinan las causas de la decadencia del Imperio Romano, se advierte que la
principal estribó en empezar a tomar a sueldo a los godos, pues desde entonces
las fuerzas del imperio fueron debilitádose, y toda la virtud que ellas perdían
la adquirian los otros.
Concluyo, pues, que sin milicias propias no hay principado seguro; más aún:
está por cornpleto en manos del azar, al carecer de medios de defensa contra la
adversidad. Que fue siempre opinión y creencia de los hombres prudentes “quod nihil sit tam infirmum aut instabile,
quam: fama potentiae non sua vi nixa” Y milicias propias son las
compuestas, o por súbditos, o por ciudadanos, o por servidores del príncipe. Y
no será difícil rodearse de ellas si se siguen los ejemplos de los cuatro a
quienes he citado, y se examina la forma en que Filipo, padre de Alejandro
Magno, y muchas repúblicas y príncipes organizaron sus tropas. Conducta a la
cual me remito por entero.
Capitulo XIV
DE LOS DEBERES DE UN PRINCIPE PARA CON
LA MILICIA
Un príncipe no debe tener otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa
alguna fuera del arte de la guerra y lo que a su orden y disciplina
corresponde, pues es lo único que compete a quien manda. Y su virtud es tanta,
que no sólo conserva en su puesto a los que han nacido príncipes, sino que
muchas veces eleva a esta dignidad a hombres de concidión modesta; mientras
que, por el contrario ha, hecho perder el Estado a príncipes que han pensado
más en las diversiones que en las armas. Pues la razón principal de la pérdida
de un Estado se halla siempre en el olvido de este arte, en tanto que la condi-
ción primera para adquiririo es la de ser experto en él.
Francisco Sforza, por medio de las armas, llegó a ser duque de Milán, de
simple ciudadano que era; y sus hijos, por escapar a las incomodidades de las
armas, de duques pasaron a ser simples ciudadanos. Aparte de otros males que
trae, el estar desarmado hace despreciable, verguenza que debe evitarse por lo
que luego explicaré. Porque entre uno armado y otro desarmado no hay
comparación posible, y no es razonable que quien esté armado obedezca de buen
grado a quien no lo está, y que el principe desarmado se sienta seguro entre
servidores armados, porque, desdeñoso uno y desconfiado el otro, no es posible
que marchen de acuerdo. Por todo ello, un príncipe que, aparte de otras
desgracias, no entienda de cosas militares, no puede ser estimado por sus
soldados ni puede confiar en ellos.
En consecuencia, un príncipe jamás debe dejar de ocuparse del arte militar,
y durante los tiempos de paz debe ejercitarse más que en los de guerra; lo cual
puede hacer de dos modos: con la acción y con el estudio. En lo que atañe a la
acción, debe, además de ejercitar y tener bien organizadas sus tropas,
dedicarse constantemente a la caza con el doble objeto de acostumbrar el cuerpo
a las fatigas y de conocer la naturaleza de los terrenos, la altitud de las
montañas, la entrada de les valles, la situación de las llanuras, cl curso de
los rios y la extensión de los pantanos. En esto último pondrá muchísima
seriedad, pues tal estudio presta dos utilidades: primero, se aprende a conocer
la región donde se vive y a defenderla mejor; después, en virtud del
conocimiento práctico de una comarca, se
hace más fácil el conocimiento de otra donde sea necesario actuar, porque las
colinas, los valles, las llanuras, los ríos y los pantanos que hay, por ejemplo,
en Toscana, tienen cierta similitud con los de las otras provincias, de manera
que el conocimiento de los terrenos de una provincia sirve para el de las
otras. El príncipe que carezca de esta pericia carece de la primera cualidad
que distingue a un capitán, pues tal condición es la que enseña a dar con el
enemigo, a tomar los alojamientos, a conducir
los ejércitos, a preparar un plan de batalla y a atacar con ventaja.
Filopémenes, príncipe de los
aqueos, tenía, entre otros méritos que los historiadores le concedieron, el de
que en los tiempos de paz no pensaba sino en las cosas que incumben a la
guerra; y cuando iba de paseo por la campaña, a menudo se detenía y discurría
así con los amigo “Si el enemigo estuviese en aquella colina y nosotros nos
encontráemos aqui con nuestro ejército, ¿de quién sería la ventaja? ¿Cómo
podríamos ir a su encuentro, conservando el orden? Si quisiéramos retirarnos,
¿cómo deberíamos proceder? ¿Y cómo los perseguiríamos, si los que se retirasen
fueran ellos?” Y les proponía, mientras caminaba, todos los casos que pueden
presentársele a un ejército; escuchaba sus opiniones, emitía la suya y la
justificaba. Y gracias a este continuo razonar, nunca, mientras guió sus
ejércitos, pudo surgir accidente alguno para el que no tuviese remedio
previsto.
En cuanto al ejercicio de la mente, el príncipe debe estudiar la Historia,
examinar las acciones de los hombres ilustres, ver cómo se han conducido en la
guerra, analizar el por qué de sus victorias y derrotas para evitar éstas y
tratar de lograr aquéllas; y sobre todo hacer lo que han hecho en el pasado
algunos hombres egregios que, tomando a los otros por modelos, tenían siempre
presentes sus hechos más celebrados. Corno se dice que Alejandro Magno hacia
con Aquiles, César con Alejandro, Escipión con Ciro. Quien lea la vida do Ciro,
escrita por Jenofonte, reconocerá en la vida de Escipión la gloria que le
reportó el imitarlo, y cómo, en lo que se refiere a castidad, afabilidad,
clemencia y liberalidad, Escipión se ciñó por completo a lo que Jenofonte
escribió de Ciro. Esta es la conducta que debe observar un príncipe prudente:
no permanecer inactivo nunca en los tiempos de paz, sino, por cl contrario,
hacer acopio de enseñanzas para valerse de ellas en la adversidad, a fin de
que, si la fortuna cambia, lo halle preparado para reisitirle.
Capitulo XV
DE AQUELLAS COSAS POR LAS
CUALES LOS HOMBRES Y
ESPECIALMENTE LOS PRINCIPES,
SON ALABADOS O CENSURADOS
Queda ahora por analizar cómo debe comportarse un príncipe en el trato con
súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito sobre el tema, me
pregunto, al escribir ahora yo, si no seré tachado de presuntuoso, sobre todo
al comprobar que en esta materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi
propósito escribir cosa útil para quien la entiende, me ha parecido más
conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia.
Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y
principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia
entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace
por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse., pues un
hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se
pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe
que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo
con la necesidad.
Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas
reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular
los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son iuzgados por algunas de
estas cualidades que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro
tacaño (y empleo un término toscano, porque “avaro”, en nuestra lengua, es
tarnbién el que tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que
llamamos “tacaño” al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es
considerado dadivoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro
leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro
soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro
débil; uno grave, otro. frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así
sucesivamente. Sé
que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre
todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas
buenas; pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque
la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le
significarían la pérdida del Estado, y,
sí puede, aun de las que no se lo harían perder; pero si no puede no debe
preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales
difícilmente podría salvar el Estado, porque si conside- ramos esto con
frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo
que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad.
Capitulo XVI
DE LA PRODIGALIDAD Y
DE LA AVARICIA
Empezando por las primeras de las cualidades
nombradas, digo que estaría bien ser tenido por pródigo. Sin embargo, la
prodigalidad, practicada de manera que se sepa que uno es pródigo, perjudica; y
por otra parte, si se la practica virtuosamente y tal como se la debe
practicar, la prodigalidad no será conocida y se creerá que existe el vicio
contrario. Pero como el que quiere conseguir fama de pródigo entre los hombres
no puede pasar por alto ninguna clase de lujos, sucederá siempre que un
príncipe así acostumbrado a proceder consumirá en tales obras todas sus
riquezas y se verá obligado, a la postre, si desea conservar su reputación, a
imponer excesivos tributos, a ser riguroso en el cobro y a hacer todas las
cosas que hay que hacer para procurarse dinero. Lo cual empezará a tornarle
odioso a los ojos de sus súbditos, y nadie lo estimará, ya que se habrá vuelto
pobre. Y como con su prodigalidad ha perjudicado a muchos y beneficiado a
pocos, se resentirá al printer inconveniente y peligrará al menor riesgo. Y si
entonces advierte su falla y quiere cambiar de conducta, sera tachado de
tacaño.
Ya que un príncipe no puede practicar públicamente esta virtud sin que se
perjudique, convendrá, si es sensato, que no se preocupe si es tildado de
tacaño; porque, con el tiempo, al ver que con su avaricia le bastan las
entradas para defenderse de quien le hace la guerra, y puede acometer nuevas
empresas sin gravar al pueblo, será tenido siempre por más pródigo, pues
practica la generosidad con todos aquellos a quienes no quita, que son
innumerables, y la avaricia con todos aquellos a quienes no da, que son pocos.
En nuestros tiempos sólo hemos visto hacer grandes cosas a los hom bres
considerados tacaños; los demás siempre han fracasado. El papa Julio II,
después de servirse del nombre do pródigo para llegar at Pontificado, no se
cuidó a fin de poder hacer la guerra, de conserver semejante fama. El actual
rey de Francia ha sostenido tantas guerras sin imponer tributos extraordinarios
a sus súbditos porque, con su extremada economía, proveyó a los superfluos. El actual rey España, si hubiera
sido espléndido, no habría realizado ni vencido en tantas empresas.
En consecuencia, un príncipe debe reparar
poco --con tal de que ello le permita defenderse, no robar a los súbditos, no
volverse pobre y despreciable, no mostrarse expoliador--en incurrir en el vicio
de tacaño; porque éste es uno de los vicios que hacen posible reinar. Y si
alguien dijese: “Gracias a su prodigalidad, César llegó al imperio, y muchos
otros, por haber sido y haberse ganado fama de pródigos, escalaron altisimas
posiciones”, contestaria: “O ya eres príncipe, o estas en camino de serlo; en
el primer caso, la liberalidad es perniciosa; en el segundo, necesaria. Y César
era uno do los que querían llegar at principado de Roma; pero si después de
lograrlo hubiese sobrevivido y no so hubiera moderado en los gastos, habría
llevado el imperio a la ruina”. Y si alguien replicase: “Ha habido muchos
príncipes, reputados por liberalísimos, que hicieron grandes cosas con las
armas” diría yo: “O el píincipe gasta lo suyo y lo de los subditos, o gasta lo
ajeno; en el primer caso debe ser medido, en el otro, no debe cuidarse del
despilfarro. Porque el príncipe que va con sus ejércitos y que vive del botín,
de los saqueos y de las contribuciones, necesita eo esa esplendidez a costa de
los enemigos, ya que de otra manera los soldados no lo seguirían. Con aquello
que no es del príncipe ni de sus súbditos se puede ser extremadamente generoso,
como lo fueron Ciro, César y Alejandro; porque el derrochar lo ajeno, antes
concede que quita reputación; sólo el gastar lo de uno perjudica. No hay cosa
que se consuma tanto a sí misma como la prodigalidad, pues cuanto más se la
practica más se pierde la facultad de practicarla; y se vuelve el príncipe pobre y despreciable, o, si quiere
escapar de la pobreza, expoliador y odioso. Y si hay algo que deba evitarse, es
el ser despreciado y odioso, y a ambas cosa conduce la prodigalidad. Por lo
tánto, es más prudente contentarse con el tilde de tacaño que implica una
verguenza sin odio, que, por ganar fama de pródigo, incurrir en el de
expoliador, que implica una vergilenza con odio.
Capitulo XVII
DE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA; Y
SI ES MEJOR SER
AMADO QUE TEMIDO, O SER TEMIDO
QUE AMADO
Paso a las otras cualidades ya cimentadas y
declaro que todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por
crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia, César
Borgia era considerado cruel, pese a lo cual fue su crueldad la que impuso el
orden en la Romaña, la que logró su unión y la que la volvió a la paz y a la
fe. Que, si se examina bien, se verá que Borgia fue mucho más clemente que el
pueblo florentino, que para evitar ser tachado de cruel, dejó destruir a
Pistoya. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse porque lo acusen de
cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y
fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente
que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes,
causas de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que
las medidas extremas adoptadas por cl príncipe sólo van en contra de uno. Y es
sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues
toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros. Asi se explica que
Virgilio ponga en boca de Dido:
Res dura et regni
novitas me talia (cogunt
Moliri, et late fines
custode tueri.
Sin embargo, debe ser cauto en el creer y el
obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y
humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente, y una
desconfianza exagerada, intolerable.
Surge de esto una cuestión: si vale más ser
amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez;
pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro
que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres
se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el
peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces bien, son completamente tuyos: te
ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues --- como antes
expliqué ---ninguna necesidad tienes de ello; pero cuando la necesidad se
presenta se rebelan. Y el príncipe que ha descansado por entero en su palabra
va a la ruina al no haber tomado otras providencias; porque las amistades que
se adquieren con el dinero y no con !a altura y nobleza de alma son amistades
merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la oportunidad no se las
puede utilizar. Y los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga
amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que
los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse;
pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca. No obstante lo cual,
el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el
odio, pues no es impossible ser a la vez temido y no odiado; y para ello
bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus
ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando
hay justificación conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo abstenerse
de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que
la pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas para despojar a los
demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra
pretextos para apoderarse de lo ajeno, y, por el contrario, para quitar la
vida, son más raros y desaparescan con más rapidez.
Pero cuando cl principe está al frente de sus
ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es absolutamente necesario
que no se preocupe si merece fama de cruel, porque sin esta fama jamás podrá
tenerse ejército alguno unido y dispuesto a la lucha. Entre las infinitas cosas
admirables de Aníbal se cita la de que, aunque contaba con un ejército
grandísimo, formado por hombres de todas las razas a los que llevó a combatir
en tierras extranjeras, jamás surgió discordia alguna entre ellos ni contra el
príncipe, asi en la mala como en la buena fortuna. Y esto no podía deberse sino
a su crueldad inhumana, que, unida a sus muchas otras virtudes, lo hacía
venerable y terrible en el concepto de los soldados; que, sin aquélla, todas
las demás no le habrían bastado para ganarse este respeto. Los historiadores
poco reflexivos admiran, por una parte, semejante orden, y, por la otra,
censuran su razón principal. Que si es verdad o no que las demás virtudes no le
habrían bastado puede verse en Escipión ---hombre de condiciones poco comunes,
no sólo dentro de su boca, sino dentro de toda la historia de la humanidad---,
cuyos ejércitos se rebelaron en España. Lo cual se produjo por culpa de su
excesiva clemencia, que había dado a sus soldados más licencia de la que a la
disciplina militar convenía. Falta que Fabio Máxirno le reprochó en el Senado,
llamándolo corruptor de la milicia romana. Los locrios, habiendo sido
ultrajados por un enviado de Escipión, no fueron desagraviados por éste ni la
insolencia del primero fue castigada naciendo todo de aquel su blando carácter.
Y a tal extrerno, que alguien que lo quiso justificar ante el Senado dijo que
pertenecía a la clase de hombres que saben mejor no equivocarse que enmendar
las equivocaciones ajenas. Este carácter, con el tiempo habría acabado por
empañar su fama y su honor, a haber llegado Escipión al mando absoluto; pero
como estaba bajo las órdenes del Senado, no sólo quedó escondida esta mala
cualidad suya, sino que se convirtió en su gloria.
Volviendo a la cuestión de ser amado o
temido, concluyo que, como cl amar depende de la voluntad de los hombres y el
temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo
suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.
Capitulo XVIII
DE QUE MODO LOS PRINCIPES
DEBEN CUMPLIR SUS PROMESAS
Nadie deja de comprender cuán digno de
alabanza es cl principe que cumple
la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que
sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho
menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reido de los
que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.
Digamos primero que hay dos maneras de
combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del
hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es
forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como
bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los
príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes
antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo
cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un
príncipe debe saber emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no
puede durar mucho tiempo sin la otra.
De manera que, ya que se ve obligado a
comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforma en zorro y en
león, porque el 1eón no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse
de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y 1eón para
espantar a los lobos. Los que sólo se
sirven de las cualidades del 1eón demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un
príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia
vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le
hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería
bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes
observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para
disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de
tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los
príncipes. Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que
saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son
tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel
que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.
No quiero callar uno de los ejemplos
contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que en engañar a
los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo. Jamás hubo hombre que
prometiese con mis desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir
ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de boca,
porque conocía bien esta parte del mundo.
No es preciso que un príncipe posea todas las
virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me
atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y
el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y
religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse
al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de tenerse presente que un príncipe,
y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las
cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse
en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y
la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a
todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien
mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.
Por todo esto un príncipe debe tener
muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté
empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oirlo, parezea la
clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta útima. Pues
los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque
todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos
saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la
mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de
los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación
posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y
conserver el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos;
porque cl vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el
mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorias
no tienen donde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno
nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enernigo
acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una
vez la fama y las tierras.
Capitulo XIX
DE QUE MODO DEBE EVITARSE
SER DESPRECIADO Y ODIADO
Como de entre las cualidades mencionadas ya
hablé de las mis importantes, quiero ahora, bajo este titulo general, referirme
brevemente a las otras. Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan
odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no
tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he
dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres
de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los
hornbres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven
contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que
puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser
considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de
los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en
sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a
los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables
y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni
envolverlo con intrigas.
El príncipe que conquista semejante autoridad
es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser
respetado, tiene necesariamente ser bueno y querido por los suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: en el
interior, que se le subleven los súbditos; en el exterior, que le ataquen. Las
potencias extranjeras. De éstas se, defenderá con buenas armas y buenas
alianzas, y siempre tendrá buenas alianzas el que tenga buenas armas, así como
siempre en el interior estarán seguras las cosas cuando lo estén on el
exterior, a menos que no hubiesen sido previamente perturbadas por una
conspiración. Y aun cuando los enemigos de afuera amenazasen, si ha vivido como
he aconscejado y no pierda la presencia
de espíritu resistirá todos los ataques, como he aconsejado que hizo el
espartano Nabis. En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no
exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente;
pero de este peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y,
como ya antes he repetido, empeñandose por todos los medios en tener satisfecho
al pueblo. Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más
eficaces de que dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador
siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y
jamás, si sospecha que se producirá el efecto contrario, se decide a tomar semejante partido, pues
son infinitos los peligros que corre el que conspira. La experiencia nos
demuestra que hubo muchísimas conspiraciones y que muy pocas tuvieron éxito.
Porque el que conspira no puede obrar solo ni buscar la complicidad de los que
no cree descontentos; y no hay descontento que no se regocije en cuanto le
hayas confesado tus propósitos, porque de la revelación de tu secreto puede
esperar toda clase de beneficios; es preciso que, sea muy amigo tuyo o enconado
enemigo del príncipe para que, al hallar en una parte ganancias seguras y en la
otra dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Y para reducir el problema a, sus últimos términos, declaro que de parte
del conspirador sólo hay recelos, sospechas y temor al castigo, mientras que el
príncipe cuenta con la majestad del príncipado, con las leyes y con la ayuda de
los amigos, de tal manera que, si se ha granjeado la simpatía popular, es
imposible que haya alguien que sea tan temerario como para conspirar. Pues si
un conspirador está por lo común rodeado de peligros antes de consumar el
hecho, lo estará aún más después de ejecutarlo, porque no encontrará amparo en ninguna parte.
Sobre este particular podrían citarse innumerables ejemplos; pero me daré
por satisfecho con mencionar uno que
pertenece a la época de nuestros padres. Micer Aníbal Bentivoglio, abuelo del
actual micer Aníbal, que era príncipe de Bolonia, fue asesinado por los
Canneschi, que se había conjurado contra él, no quedando de los suyos más que
micer Juan, que era una criatura. Inmediatamente después de somejante crimen so
sublevó el pueblo y exterminó a todos los Canneschi. Esto nace de la simpatia,
popular que la casa de los Bentivoglio tenía en aquellos tiempos, y que fue tan
grande que, no quedando de ella nadie en Bolonia que pudiese, muerto Aníbal,
regir el Estado, y habiendo inicios de que en Florencia existía un descendiente
de los Bentivoglio, que se consideraba hasta entonces hijo de cerrajero,
vinieron los boloñeses en su busca a Florencia y le entregaron el gobierno de
aquella ciudad la que fue gobernada por él hasta que micer Juan hubo llegado a
una edad adecuada par asumir el mando.
Llego, pues, a la conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por el
pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero que debe temer todo
y a todos cuando lo tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien
organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los
nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los
puntos a que más debe atender un príncipe.
En la actualidad, entre los reinos bien organizados, cabe nombrar el de
Francia, que cuenta con muchas instituciones buenas que están al servicio de la
libertad y de la seguridad del rey, de las cuales la primera es el Parlamento.
Como el que organizó este reino conocía, por una parte, la ambición y la
violencia de los poderosos y la necesidad de tenerlos como de una brida para
corregirlos y, por la otra, el odio a los nobles que el temor hacía nacer en el
pueblo ---temor que había que hacer desaparecer---, dispuso que no fuese
cuidado exclusivo del rey esa tarea, para evitarle los inconvenientes que
tendría con los nobles si favorecía al pueblo y los que tendría con el pueblo
si favorecía a los nobles. Creó entonces un tercer poder que, sin
responsabilidades para el rey, castigase a los nobles y beneficiase al pueblo.
No podía tomarse medida mejor ni más juiciosa, ni que tanto proveyese a la
seguridad del rey y del reino. De donde puede extraerse esta consecuencia digna
de mención: que los príncipes deben encomendar a los demás las tareas gravosas
y reservarse las agradables. Y vuelvo a repetir que un príncipe debe estimar a
los nobles, pero sin hacerse odiar por el pueblo.
Acaso podrá parecer a muchos que el ejemplo de la vida y muerte de ciertos
emperadores romanos contradice mis opiniones, porque hubo quienes, a pesar de
haberse conducido siempre virtuosamente y de poseer grandes cualidades,
perdieron el imperio o, peor aún, fueron asesinados por sus mismos súbditos,
conjurados en su contra. Para contestar a estas objeciones examinaré el
comportamiento de algunos emperadores y demostraré que las causas de su ruina
no difieren de las que he expuesto, y mientras tanto, recordaré los hechos más
salientes de la Historia de aquellos tiempos. Me limitaré a tomar a los
emperadores que se sucedieron desde Marco el
Filósofo hasta Maximino: Marco, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Severo,
su hijo Antonio Caracalla, Macrino, Heliogábalo, Alejandro y Maximino. Pero
antes conviene hacr notar que, mientras los príncipes de hoy sólo tienen que
luchar contra la ambición de los nobles y la violencia de los pueblos, los
emperadores romanos tenían que hacer frente a una tercera dificultad: la
codicia y la crueldad de sus soldados, motivo de la ruina de muchos. Porque era
dificil dejar a la vez satisfechos a los soldados y al pueblo, pues en tanto
que el pueblo amaba la paz y a los principes sosegados, las tropas preferían a
los príncipes belicosos, violentos, crueles y rapaces, y mucho más si lo eran contra
el pueblo, ya que así duplicaban la ganancia y tenían ocasión de deshogar su
codicia y su perversidad. Esto explica por qué los emperadores que carecían de
autoridad suficiente para contener a unos y a los otros siempre fracasaban; y
explica también por qué la mayoría, y sobre todo los que subían al trono por
herencia, una vez conocida la imposibilidad de dejar satisfechas a ambas
partes, se decidían por los soldados, sin importarles pisotear al pueblo. Era
el partido lógico: cuando cl príncipe no puede evitar ser odiado por una de las
dos partes, debe inclinarse hacia el grupo más numeroso, y cuando esto no es
posible, inclinarse hacia el más fuerte. De ahí que los emperadores -que al
serlo por razones ajenas al derecho tenían necesidad de apoyos extraordinarios-
buscasen contentar a los soldados antes que al pueblo; lo cual, sin embargo,
podía resultarles ventajoso o no según que supiesen o no ganarse y conserver su
respeto. Por tales motivos, Marco, Pertinax y Alejandro, a pesar de su vida
moderada, a pesar de ser amantes de la justicia, enemigos de, la crueldad,
humanitarios y benévolos, tuvieron todos, salvo Marco, triste fin. Y Marco
vivió y murió amado gracias a que llegó al trono por derecho de herencia, sin
debérselo al pueblo ni a los soldados., y a que, como estaba adornado de muchas
virtudes que lo hacían venerable, tuvo siempre, mientras vivió, sometidos a
unos y a otros a su voluntad, y nunca fue odiado ni despreciado. Pero Pertinax
fue hecho emperador contra el parecer de los soldados, que, acostumbrados a
vivir en la mayor licencia bajo Cómodo, no podian tolerar la vida virtuosa que
aquél pretendia imponerles; y por esto fue odiado. Y como al odio se agregó al
desprecio que inspiraba su vejez, pereció en los comienzos mismos de su
reinado.
Y aqui se debe señalar que el odio se gana tanto con las buenas acciones
como con las perversas, por cuyo motivo, como dije antes, un principe que
quiere conserver el poder es a menudo forzado a no ser bueno, porque cuando
aquel grupo, ya sea pueblo, soldados o nobles, del que tú juzgas tener
necesidad para mantenerte, está corrompido, te conviene seguir su caprichopara
satisfacerlo, pues entonces las buenas acciones serían tus enemigas.
Detengámonos ahora en Alejandro, hombre de tanta bondad que, entre los
elogios que se le tributaron, figura el de que en catorce años que reinó no
hizo matar a nadie sin juicio previo; pero su fama de persona débil y que se
dejaba gobernar por su madre le acarreó
el desprecio de los soldados, que se sublevaron y lo mataron.
Por el contrario, Cómodo, Severo, Antonio Caracalla y Maximino fueron
ejemplos de crueldad y despotisino llevados al extremo. Para congraciarse con los
soldados, no ahorraron ultrajes al pueblo. Y todos, a excepción de Severo,
acabaron mal. Severo, aunque oprimió al pueblo, pudo reinar felizmente en
mérito al apoyo de los soldados y a sus grandes cualidades, que lo hacían tan
admirable a los ojos del pueblo y del ejército que éste quedaba reverente y
satisfecho, y aquél, atemorizado y estupefacto. Y como sus acciones fueron
notables para un príncipe nuevo, quiero explicar brevemente lo bien que supo
proceder como zorro y como león, cuyas cualidades, como ya he dicho, deben ser
imitadas por todos los príncipes.
Enterado de que el emperador Juliano era un
cobarde, Severo convencía al ejército que estaba bajo su mando en Esclavonia de
que era necesario ir a Roma para vengar la muerte de Pertinax, a quien los
pretorianos habían asesinado. Y con este pretexto, sin dar a conocer sus
aspiraciones al imperio, condujo al ejército contra Roma y estuvo en Italia
antes que se hubiese tenido noticia de su partida. Una vez en Roma, dío muerte
a Juliano; y el Senado, lleno de espanto, lo eligió emperador. Pero para
adueñarse del Estado quedaban aún a Severo dos dificultades. la primera en
Oriente, donde Níger, jefe de los ejércitos asiáticos, se habla hecho proclamar
emperador; la segunda en Occidente, donde se hallaba Albino, quien también
tenía pretensiones al imperio. Y como juzgaba peligroso declararse a la vez
enemigo de los dos, resolvió atacar a Níger y engañar a Albino, para lo cual
escribió a éste que, elegido emperador por el Senado, quería compartir el trono
con él; le mandó el título de césar y, por acuerdo del Senado, lo convirtió en
su colega, distinción que Albino aceptó sin vacilar. Pero una vez que hubo vencido y muerto a Níger, y
pacificadas las cosas en Oriente, volvió a Roma y se quejó al Senado de que
Albino, olvidándose de los beneficios que le debía, había tratado vilmente de
matarlo, por lo cual era preciso que castigara su ingratitud. Fue entonces a
buscarlo a las Galias y le quitó la vida y el Estado.
Quien examine, pues, detenidamente las
acciones de Severo, verá que fue un feroz león y un zorro muy astuto, y
advertirá que todos le temieron y respetaron y que el ejército no lo odió; y no
se asombrará de que él, príncipe nuevo, haya podido ser amo de un imperio tan
vasto, porque su ilimitada autoridad lo protegió siempre del odio que sus
depredaciones podían haber hecho nacer en el pueblo.
Pero Antonino, su hijo, también fue hombre,
de cualidades que lo hacían admirable en el concepto del pueblo y grato en el
de los soidados. Varón de genio guerrero, durísimo a la fatiga, enemigo de
la molicie y de los placeres de la mesa,
no podía menos de ser querido por todos los soldados. Sin embargo, su ferocidad
era tan grande e inaudita que, después
de innumerables asesinatos aislados, exterminó a gran parte del pueblo de Roma
y a todo el de Alejandría. Por este motivo se hizo odioso a todo el mundo,
empezó a ser temido por los mismos que lo rodeaban y a la postre fue muerto por
un centurión en presencia de todo el ejército.
Conviene notar al respecto no está en manos de ningún príncipe evitar
esta clase de atentados, producto de la firme decisión de un hombre de
carácter, porque al que no le importa morir no le asusta quitar la vida a
otro., pero no los tema el príncipe, pues son rarísimos, y preocúpese, en
cambio, por no inferir ofensas graves a nadie que esté junto a él para el
servicio del Estado. Es lo que no hizo Antonino, ya que, a pesar de haber
asesinado en forma ignominiosa a un hermano del centurión, y de amenazar a éste
diariamente con lo mismo, lo conservaba en su guardia particular: tranquilidad
temeraria que tenía que traerle la muerte, y se la trajo.
Pasemos a Cómodo, a quien, por ser hijo de
Marco y haber recibido el imperio en herencia, fácil le hubiera sido
conservarlo, dado que con sólo seguir las huellas de su padre hubiese tenido
satisfecho a puebto y ejército. Pero fue un hombre cruel y brutal que, para
desahogar su ansia de rapiña contra el pueblo, trató de captarse la
benevolencia de las tropas permitiéndoles toda clase de licencias; por otra
parte, olvidado de la dignidad que investía, bajo muchas veces a la arena para
combatir con los gladiadores y cometió vilezas incompatibles con la majestad
imperial, con lo cual se acarreó el desprecio de los soldados. De modo que,
odiado por un grupo y aborrecido por el otro, fue asesinado a consecuencia de
una conspiración.
Nos quedan por examinar las cualidades de
Maximino. Fastidiadas las tropas por la inactividad de Alejandro, de quien ya
he hablado, elevaron al imperio, una vez muerto éste, a Maximano, hombre de
espiritu extraordinariamente belicoso, que no se conservó en el poder mucho
tiempo porque hubo dos cosas que lo hicieron odioso y despreciable: la primera,
su baja condición, pues nadie ignoraba que había sido pastor en Tracia, y esto
producía universal disgusto; la otra, su fama de sanguinario; había diferido su
marcha a Roma para tomar posesión del mando, y en el intervalo, había cometido,
en Roma y en todas partes del imperio, por intermedio de sus prefectos, un
sinfin de depredaciones. Menospreciado por la bajeza de su origen y odiado por
el temor a su ferocidad, era natural que todo el mundo se sintiese inquieto y,
en consecuencia, que el Africa se rebelase y que el Senado y luego el pueblo de
Roma y toda Italia conspirasen contra él. Su propio ejército, mientras sitiaba
a Aquilea sin poder tomarla, cansado de sus crueldades y temiéndolo menos al
verlo rodeado de tantos enemigos, se plegó al mo- vimiento y lo mató.
No quiero referirme a Heliogábalo, Macrino y
Juliano. que, por ser harto despreciables, tuvieron pronto fin, y atenderé a
las conclusiones de este discurso. Los príncipes actuales no se eneuentran ante
la dificultad de tener que satisfacer en forma desmedida a los soldados; pues
aunque haya que tratarlos con consideración, el caso es menos grave dado que
estos príncipes no tienen ejércitos propios, vinculados estrechamente con los
gobiernos y las administraciones provinciales, como estaban los ejércitos del
Imperio Romano. Y si entonces había que inclinarse a satisfacer a los soldados
antes que al pueblo, se explica, porque los soldados eran más poderosos que el
pueblo; mientras que ahora todos los príncipes, salvo el Turco y el Sultán.
tienen que satisfacer antes al pueblo que a los soldados, porque aquél puede
más que éstos. Excepto al Turco, que, por estar siempre rodeado por doce mil
infantes y quince mil jinetes, de los cuales dependen la seguridad y la fuerza
del reino, necesita posponer toda otra preocupación a la de conserver la
amistad de las tropas. Del mismo modo, conviene que el Sultán, cuyo reino
está por completo en manos del ejército,
conserve las simpatías de éste sin tener consideraciones para con el pueblo. Y
adviértase que este Estado del Sultán es muy distinto de todos los principados
y sólo parecido al pontificado cristiano, al que no puede llamársele principado
hereditario ni principado nuevo, porque no son los hijos del príncipe viejo los
herederos y futuros príncipes, sino el elegido para ese puesto por los que
tienen autoridad.. Y como se trata de una institución antigua, no le
corresponde el nombre de principado nuevo, aparte de que no se encuentran en él
los obstáculos que existen en los nuevos, pues si bien el principe es nuevo, la constitución del Estado es
antigua y el gobernante recibido como quien lo es por derecho hereditario.
Pero volvamos a nuestro asunto. Cualquiera
que meditase este discurso hallaría que la causa de la ruina de los emperadores
citados ha sido el odio o el desprecio, y descubriría a qué se debe que,
mientras parte de ellos procedieron de un modo y parte de otro, en ambos modos
hubo dichosos y desgraciados. Pertinax y Alejandro fracasaron.porque, siendo
príncipes nuevos, quisieron imitar a Marco, que había llegado al imperio por
derecho de sucesión; y lo misnno le sucedió a Caracalla, Cómodo y Maximino al
intentar seguir ]as huellas de Severo cuando carecían de sus cualidades. Se concluye
de esto que un príncipe nuevo en un principado nueyo no puede imitar la
conducta de Marco ni tampoco seguir los pasos de Severo, sino quc debe tomar de
éste las cualidades necesarias para fundar un Estado, y, una vez establecido y
firrne, las cualidades de aquél que mejor tiendan a conservarlo.
Capitulo XX
SI LAS FORTALEZAS, Y MUCHAS OTRAS
COSAS QUE LOS
PRINCIPES HACEN CON FRECUENCIA SON UTILES O NO
Hubo príncipes que, para conservar sin
inquietudes el Estado, desarmaron a sus súbditos; príncipes que dividieron los
territories conquistados; príncipes que favorecieron a sus mismos enemigos;
príncipes que se esforzaron por atraerse a aquellos que les inspiraban recelos
al comienzo de su gobierno; príncipes, en fin, que construyeron fortalezas, y
principes que las arrasaron. Y aunque sobre todas estas cosas no se pueda
dictar sentencia sin conocer las caracteristicas del Estado donde habría de
tomarse semejante resolución, hablaré, sin embargo, del modo más amplio que la
materia permita.
Nunca sucedió que un príncipe nuevo desarmase
a sus súbditos; por el contrario, los armó cada vez que los encontró
desarmados. De este modo, las armas del pueblo se convirtieron en las del
príncipe, los que recelaban se hicieron fieles, los fieles continuaron siéndolo
y los súbditos se hicieron partidarios. Pero como no es posible armar a todos
los súbditos, resultan favorecidos aquellos a quienes el principe arma, y se
puede vivir más tranquilo con respecto a los demás; por esta distinción, de que
se reconocen deudores al principe, los primeros se consideran más obligados a
él, y los otros lo disculpan comprendiendo que es preciso que gocen de más
beneficios los que tienen más deberes y se exponen a más peligros. Pero cuando
se los desarma, se empieza por ofenderlos, puesto que se les demuestra que, por
cobardía o desconfianza, se tiene poca fe en su lealtad; y cualquiera de estas
dos opiniones engendra odio contra el príncipe. Y como el príncipe no puede
quedar desarmado, es forzoso que recurra a las milicias mercenarias, de cuyos
defectos ya he hablado; pero aun cuando sólo tuviesen virtudes, no pueden ser
tantas como para defenderlo de los enemigos poderosos y de los súbditos
descontentos. Por eso, como he dicho, un príncipe nuevo en un principado nuevo
no ha dejado nunca de organizer su ejército según lo prueban los ejemplos de
que está llena la Historia. Ahora bien: cuando un príncipe adquiera un Estado
nuevo que añade al que ya poseía, entonces sí que conviene que desarme a sus
nuevos súbditos, excepción hecha de aquellos que se declararon partidarios
suyos durante la conquista; y aun a éstos, con el transcurso del tiempo y
aprovechando las ocasiones que se le brinden, es preciso debilitarlos y
reducirlos a la inactividad y arreglarse de mode que el ejército del Estado se
componga de los soidados que rodeaban al príncipe en el Estado antiguo.
Nuestros antepasados, y particularmente los
que tenían fama de sabios, solian decir que para conservar a Pistoya bastaban
las disensiones, y para conserver a Pisa, las fortalezas; por tal motivo, y
para gobernarlas más fácilmente, fomentaban la discordia en las tierras
sornetidas, medida muy lógica en una época en que las fuerzas de Italia estaban
equilibradas., pero no me parece que pueda darse hoy por precepto, porque no
creo que las divisiones traigan beneficio alguno; al contrario, juzgo
inevitable que las ciudades enemigas se pierdan en cuanto el enemigo se
aproxime, pues siempre el partido más débil se unirá a las fuerzas externas, y
el otro no podrá resistir.
Movidos per estas razones, según creo, lea
venecianes fomentaban en las ciudades conquistadas la creación de guelfos y
gibelinos., y aunque no los dejaban llegar al derramamiento de sangre,
alimentaban, sin embargo, estas discordias entre ellos, a fin de que, ocupados
en sus diferencias, no se uniesen contra el enemigo común. Pero, como hemos
visto, este proceder se volvió en su contra. pues, derrotados en Vailá, uno de
los partidos cobró valor y les arrebató todo el Estado. Semejantes recursos
inducen a sospechar la existencia de alguna debilidad en el principe, porque un
príncipe fuerte jamás tolerará tales divisiones, que podrán serle útiles en
tiempos de paz, cuando, gracias a ellas, manejará más fácilmente a sus
súbditos, pero que mostrarán su ineficacia en cuando sobrevenga ta guerra.
Indudablemente, los príncipes son grandes
cuando superan las dificultades y la oposición que se les hace. Por esta razón,
y sobre todo cuando quiere hacer grande a un príncipe nuevo, a quien le es más
necesario adquirir fama que a uno hereditario, la fortuna le suscita enemigos y
guerras en su contra para darle oportunidad de que las supere y pueda,
sirviéndose de la escala que los enemigos le han traído, elevarse a mayor
altura. Y hasta hay quienes afirman que un príncipe hábil debe fomentar con
astucia ciertas resistencia para que, al aplastarlas, se acreciente su gloria.
Los príncipes, sobre todo los nuevos, han
hallado más consecuencia y más utilidad en aquellos que al principio de su
gobierno les eran sospechosos que en aquellos en quienes confiaban. Pandolfo
Petrucci, príncipe de Siena, gobernaba su Estado más con los que le habían sido
sospechosos que con los otros. Pero de este punto no se pueden extraer
conclusiones generales porque varían según el caso. Sólo diré esto: que los
hombres que al principio de un reinado han sido enemigos, si su carácter es tal
que para continuar la lucha necesitan apoyo ajeno, el príncipe podrá siempre y
muy fácilmente conquistarlos a su causa; y lo servirán con tanta más fidelidad
cuanto que saben que les es preciso borrar con buenas obras la mala opinión en
que se los tenía; y así el príncipe saca de ellos más provecho que de los que,
por scrle demasiado fieles, descuidan sus obligaciones.
Y puesto que el tema lo exige, no dejaré de
recordar al príncipe que adquiera un Estado nuevo mediante la ayuda de los
ciudadanos que examine bien el motivo que impulsó a éstos a favorecerlo, porque
si no so trata de afecto natural, sino de descontento con la situación anterior
del Estado, dificil y fatigosamente podrá conservar su amistad, pues tampoco él
podrá contentarlos. Con los ejemplos que los hechos antiguos y modernos
proporcionan, medítese serenamente en la razón de todo esto, y se verá que es
más fácil conquistar la amistad de los enemigos, que lo son porque estaban
satisfechos con el gobierno anterior, que 1a de los que, por estar
descontentos, se hicieron amigos del nuevo príncipe y lo ayudaron a conquistar
el Estado.
Los príncipes, para conservarse más
seguramente en el poder, acostumbraron construir fortalezas que fuesen rienda y
freno para quienes se atreviesen a obrar en su contra, y refugio seguro para
ellos en caso de un ataque imprevisto. Alabo esta costumbre de los antiguos.
Pero repárese en que en estos tiempos se ha visto a Nicolás Vitelli arrasar dos
fortalezas on Cittá di Castello para conserver la plaza. Guido Ubaldo, duque de
Urbino, al volver a sus Estados de donde lo arrojó César Borgia, destruyó hasta
los cimientos todas las fortalezas de aquelia provincia, convencido de que sin
ellas sería más dificil arrebatarle el Estado. Lo mismo hicieron los
Bentivoglio al volver a Bolonia. Por consiguiente, las fortalezas pueden ser
útiles o no según los casos, pues si en unas ocasiones favorecen, en otras
perjudican. Podría resolverse la cuestión de esta manera: el príncipe que teme
más at puebio que a los extranjeros debe construir fortalezas; pero el que teme
más a los extranjeros que al pueblo debe pasarse sin ellas. El castillo
levantado por Francisco Sforza en Milán ha traído y trerá más sinsabores a la
casa Sforza que todas las revueltas que se produzcan en el Estado. Pero, en
definitiva, no hay mejor fortaleza que el no ser odiado por el pueblo, porque
si el pueblo aborrece al príncipe, no lo salvarán todas las fortalezas que
posea, pues nunca faltan al pueblo, una vez que ha empuñado las armas,
extranjeros que lo socorran.
En nuestros tiempos no se ha visto que hayan
favorecido a ningún príncipe, salvo a la condesa de Forli, después de la muerte
del conde Jerónimo, su marido; porque gracias a ellas pudo escapar al furor
popular, esperar el socorro de Milán y recuperar el Estado. Pero entonces las
circunstancias eran tales que los extranjeros no podían auxiliar al pueblo. Y
después su fortaleza de nada le sirvió, cuando César Borgia la asaltó y el pueblo
se plegó a él por odio a la condesa. Por lo tanto, mucho mis seguro le hublera
sido, entonces y siempre, no ser odiada por cl pucblo.que tener fortalezas.
Consideradas, pues, estas cosas, elogiaré
tanto a quien construya fortalezas como a quien no las construya, pero
censuraré a todo el que, confiando en las fortalezas, tenga en poco el ser
odiado por el pueblo.
Capitulo XXI
COMO DEBE COMPORTARSE UN PRINCIPE
\PARA SER ESTIMADO
Nada hace tan estimable a un príncipe como
las grandes empresas y el ejemplo de raras virtudes. Prueba de ello es Fernando
de Aragón, actual rey de España, a quien casi puede llamarse príncipe nuevo,
pues de rey sin importancia se ha convertido en el primer monarca de la cristiandad. Sus obras, como puede
comprobarlo quien las examine, han sido todas grandes, y algunas
extraordinarias. En los comienzos de su reinado tomó por asalto a Granada,
punto de partida de sus conquistas. Hizo la guerra cuando estaba en paz con los
vecinos, y, sabiendo que nadie se opondría, distrajo con ella la atención de
los nobles de Castilla, que, pensando en esa guerra, no pensaban en cambios
políticos, y por este medio adquirió autoridad y reputación sobre ellos y sin
que ellos se diesen cuenta. Con dinero del pueblo y de la Iglesia pudo mantener
sus ejércitos, a los que templó en aquella larga guerra y que tanto lo honraron
después. Más tarde, para poder iniciar
empresas de mayor envergadura, se entregó, sirviéndose siempre de la iglesia, a
una piadosa persecución y despojó y expulsó de su reino a los “marranos”. No
puede haber ejemplo más admirable y maravilloso. Con el mismo pretexto invadió
el Africa, llevó a cabo la campaña de Italia y últimamente atacó a Francia,
porque siempre meditó y realizó hazañas extraordinarias que provocaron el
constante estupor de los súbditos y mantuvieron su pensamiento ocupado por
entero en el exito de sus aventuras. Y estas acciones suyas nacieron de tal
modo una tras otra que no dio tiempo a los hombres para poder preparar con
tranquilidad algo en su perjuicio.
También concurre en beneficio del príncipe el
hallar medidas sorprendentes en lo que se refiere a la administración, como se
cuenta que las hallaba Bernabó de Milán. Y cuando cualquier súbdito hace algo
notable, bueno o malo, en la vida civil, hay que descubrir un modo de
recompensario o castigarlo que dé amplio tema de conversación a la gente. Y,
por encima de todo, el príncipe debe ingeniarse por parecer grande e ilustre en
cada uno de sus actos.
Asimismo se estima al príncipe capaz de ser
amigo o enemigo franco, es decir, al que, sin temores de ninguna índole, sabe
declararse abiertamente en favor de uno y en contra de otro. El abrazar un
partido es siempre más conveniente que el permanecer neutral. Porque si dos
vecinos poderosos se declaran la guerra, el príncipe puede encontrarse en uno
de esos casos: que, por ser adversarios fuertes, tenga que temer a cualquier
cosa de los dos que gane la guerra, o que no; en uno o en otro caso siempre le
será más útil decidirse por una de las partes y hacer la guerra. Pues, en el
primer caso, si no se define, será presa del vencedor, con placer y
satisfaccion del vencido; y no hallará compasión en aquél ni asilo en éste,
porque el que vence no quire amigos sospechosos y que no le ayuden en la
adversidad, y el que pierde no puede ofrecer ayuda a quien no quiso empuñar las
armas y arriesgarse en su favor.
Antíoco, llamado a Grecia por los etoilos
para arrojar de allí a los romanos, mandó embajadores a los acayos, que eran
amigos de los romanos, para convencerlos de que permaneciesen neutrales. Los
romanos por el contrario, les pedían que tomaran armas a su favor. Se debatió
el asunto en el consejo de los acayos, y cuando el enviado de Antíoco solicitó
neutralidad, el representante romano replicó “Quod autem isti dicunt non interponendi vos bello, nihil magis alienum
rebus vestris est, sine gratia, sine dignitate, praemium victoris eritis”.
Y siempre verás que aquel que no es tu amigo
te exigirá la neutralidad, y aquel que es amigo tuyo te exigirá que demuestres
tus sentimientos con las armas. Los príncipes irresolutos, para evitar los
peligros presentes, siguen la más de las veces el camino de la neutralidad, y
las más de las veces fracasan. Pero cuando el príncipe se declara valientemente
por una de las partes, si triunfa aquella a la que se une, aunque sea poderosa
y él quede a su discreción, estarán
unidos por un vinculo de reconocimiento y de afecto; y los hombres nunca son
tan malvados que dando prueba de tamaña ingratitud, lo sojuzguen. Al margen de
esto, las victorias nunca son tan decisivas como para que el vencedor no tenga
que guardar algún miramiento, sobre todo con respecto a la justicia. Y si el
aliado pierde, el príncipe sera amparado, ayudado por él en ]a medida de lo
posible y se hará compañero de una fortuna que puede resurgir. En el segundo
caso, cuando los que combaten entre sí no pueden inspirar ningún temor, mayor
es, la necesidad de definirse, pues no hacerlo significa la ruina de uno de
ellos, al que el príncipe, si fuese prudente, debería salvar, porque si vence
queda a su discreción, y es imposible que con su ayuda no venza.
Conviene advertir que un
príncipe nunca debe aliarse con otro más poderoso para atacar a terceros, sino,
de acuerdo con lo dicho, cuando las circunstancias lo obligan, porque si
veciera queda en su poder, y los príncipes deben hacer lo possible por no
quedar a disposición de otros. Los venecianos, que, pudiendo abstenerse de
intervenir, se aliaron con los franceses contra el duque de Milán, labraron
su propia ruina. Pero cuando no se puede
evitar, como sucedió a los florentinos en oportunidad del ataque de los
ejercitos del papa y de España contra la Lombardía, entonces, y por las mismas
razones expuestas, el príncipe debe someterse a los acontecimientos. Y que no
se crea que los Estados pueden inclinarse siempre por partidos seguros; por el
contrario, piénsese que todos son dudosos; porque acontece en el orden de las
cosas que, cuando se quiere evitar un inconveniente, se incurre en otro. Pero
la prudencia estriba en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y
aceptar el menos malo por bueno.
El príncipe también se mostrará
amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes. Asimismo,
dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a
sus profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier otra actividad; y
que unos no se abstengan de embellecer sus posesiones por temor a que se las
quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los impuestos. Lejos de esto,
instituirá premios para recompensar a quienes lo hagan y a quienes traten, por
cualquier medio, de engrandecer la ciudad o el Estado. Todas las ciudades están
divididas en gremios o corporaciones a las cuales conviene que el principe
conceda su atención. Reúinase de vez en vez con ellos y dé pruebas de sencillez
y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de la dignidad que inviste, que no
debe faltarle en, ninguna ocasión.
Capitulo XXII
DE LOS SECRETARIOS DEL PRINCIPE
No es punto carente de
importancia la elección de
los ministros, que será buena o mala según la cordura del príncipe. La primera
opinión que se tiene del juicio de un príncipe se funda en los hombres que lo
rodean: si son capaces y fieles, podrá reputárselo por sabio, pues supo
hallarlos capaces y mantenerlos fieles; pero cuando no lo son, no podrá
considerarse prudente a un príncipe que el primer error que comete lo comete en
esta elección.
No había
nadie que, al saber que Antonio da Venafro era ministro de Pandolfo Petrucci,
príncipe de Siena, no juzgase hombre muy inteligente a Pandolfo por tener por
ministro a quien tenía. Pues hay tres clases de cerebros: el primero discierne
por sí; el segundo entiende lo que los otros disciernen, y el terecro no
discierne ni entiende lo que los otros disciernen. El primero es excelente, el
segundo bueno y el tercero inútil. Era, pues, absolutamente indispensable que,
si Pandolfo no se hallaba en el primer caso, se hallase en el segundo. Porque
con tal que un príncipe tenga el suficiente discernimiento para darse cuenta de
lo bueno o malo que hace y dice, reconocerá, aunque de por sí no las descubra,
cuáles son las obras buenas y cuáles las malas de un ministro, y podrá corregir
éstas y elogiar las otras; y el ministro, que no podrá confiar en engañarlo, se
conservará honesto y fiel.
Para
conocer a un ministro hay un modo que no falla nunca. Cuando se ve que un
ministro piensa más en él que en uno y que en todo no busca sino su provecho,
estamos en presencia de un ministro que nunca será bueno y en quien el príncipe
nunca podrá confiar. Porque el que tiene en sus manos el Estado de otro jamás
debe pensar en sí mismo, sino en el príncipe, y no recordarle sino las cosas
que pertenezean a él. Por su parte, el príncipe, para mantenerlo constante en
su fidelidad, debe pensar en el ministro. Debe honrarlo, enriquecerlo y
colmarlo de cargos, de manera que comprenda que no puede estar sin él, y que
los muchos honores no le hagan desear más honores, las muchas riquezas no le
hagan ansiar más riquezas y los muchos cargos le hagan temer los cambios politicos.
Cuando los ministros, y los príncipes con respecto a los ministros, proceden
así, pueden confiar unos en otros; pero cuando proceden de otro modo, las
consecuencias son perjudiciales tanto para unos como para otros.
Capitulo XXIII
COMO HUIR DE LOS ADULADORES
No quiero pasar por alto un
asunto importante, y es la falta en que con facilidad caen los príncipes si no
son muy prudentes o no saben elegir bien. Me refiero a los aduladores, que
abundan en todas las cortes. Porque los hombres se complacen tanto en sus
propias obras, de tal modo se engañan, que no atinan a defenderse de aquella
calamidad; y cuando quieren defenderse, se exponen al peligro de hacerse
despreciables. Pues no hay otra manera de evitar la adulación que el hacer
comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad; y resulta que,
cuando todos pueden decir la verdad, faltan al respeto. Por lo tanto, un
príncipe prudente debe preferir un tercer modo: rodearse de los hombres de buen
juicio de su Estado, únicos a los que dará libertad para decirle la verdad,
aunque en las cosas sobre las cuales scan interrogados y sólo en ellas. Pero
debe interrogarlos sobre todos los tópicos, escuchar sus opiniones con
paciencia y después resolver por si y a su albedrío. Y con estos consejeros comportarse
de tal manera que nadie ignore que será tanto más estimado cuanto más
libremente hable. Fuera de ellos, no escuchar a ningún otro, poner en seguida
en práctica lo resuelto y ser obstinado en su cumplimiento. Quien no pro- cede
así se pierde por culpa de los aduladores o, si cambia a menudo de parecer, es
tenido en menos.
Quiero a este propósito citar un ejemplo
moderno, Fray Lucas [Rinaldi], embajador ante el actual emperador Maximiliano,
decía, hablando de Su Majestad, que no pedía consejos a nadie y que, sin
embargo, nunca hacía lo que quería. Y esto precisamente por proceder en forma
contraria a la aconsejada. Porque cl emperador es un hombre reservado que no
comunica a nadie sus pensamientos ni pide pareceres; pero como, al querer
ponerlos en práctica, empiezan a conocerse y descubrise, y los que los rodean
opinan en contra, ficilmente desiste de ellos. De donde resulta que lo que hace
hoy lo deshace mañana, que no se entiende nunca lo que desea o intenta hacer y
que no se puede confiar en sus determinaciones.
Por este motivo, un príncipe debe pedir
consejo siempre, pero cuando él lo considere conveniente y no cuando lo
consideren convenience los demás, por lo cual debe evitar que nadie emita
pareceres mientras no sea interrogado. Debe preguntar a menudo, escuchar con
paciencia la verdad acerca de las cosas sobre las cuales ha interrogado y
ofenderse cuando entera de que alguien no se la ha dicho por temor. Se engañan
los que creen que un príncipe es juzgado sensato gracias a los buenos consejeros
que tiene en derredor y no gracias a sus propias cualidades. Porque ésta es una
regla general que no falla nunca un príncipe que no es sabio no puede ser bien
aconsejado y, por ende, no puede gobernar, a menos que se ponga bajo la tutela
de un hombre muy prudente que lo guíe en todo. Y aun en este caso, duraría poco
en el poder, pues cl ministro no tardaría en despojarlo del Estado. Y si pide
consejo a más de uno, los consejos serán siempre distintos, y un príncipe que
no sea sabio no podrá conciliarlos. Cada uno de los conse- jeros pensará en lo
suyo, y él no podrá saberlo ni
corregirlo. Y es impossible hallar otra clase de consejeros, porque los hombres
se comportarán siempre mal mientras la necesidad no los obligue a lo contrario.
De esto se concluye que es conveniente que los buenos consejos, vengan de quien
vinieren, nazcan de la prudencia del príncipe y no la prudencia del principe de
los buenos consejos.
Capitulo XXIV
POR QUE LOS PRINCIPES DE
ITALIA PERDIERON SUS ESTADOS
Las reglas que acabo de exponer, llevadas a la
práctica con prudencia, hacen parecer antiguo a un príncipe nuevo y lo
consolidan y afianzan en seguida en el Estado como si fuese un príncipe
hereditario. Por la razón de que se observa mucho más celosamente la conducta
de un principe nuevo que la de uno hereditario, si los hombres la encuentran
virtuosa, se sienten más agradecidos y se apegan mis a é1 que a uno de linaje
antiguo. Porque los hombres se ganan mucho mejor con las cosas presentes que
con las pasadas, y cuando en las presentes hallan provecho, las gozan sin
inquirir nada; y mientras cl príncipe no se desmerezca en las otras cosas,
estarán siempre dispuestos a defenderlo. Asi, el príncipe tendrá la doble
gloria de haber creado un principado nuevo y de haberlo mejorado y fortificado
con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos. Del mismo modo
que será doble la deshonra del que, habiendo nacido príncipe, pierde cl trono
por su falta de prudencia.
Si se examina el comportamiente de los
príncipes de Italia que en nuestros tiempos perdieron sus Estados, como cl rey
de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se advertirá, en primer lugar,
en lo que se refiere a las armas, una falta común a todos: la de haberse
apartado de las reglas antes expuestas. Después se verá que unos tuvieron al
pueblo por enemigo, y que el que lo tuvo por amigo no supo asegurarse de los
nobles. Porque sin estas faltas no se pierden los Estados que tienen recursos
suficientes para permitir levantar un ejército de campaña.
Filipo de Macedonia, no el padre de
Alejandro, sino cl que fue vencido por Tito Quincio, disponía de un ejército
reducido en comparación con el de los griegos y los romanos, que lo atacaron
juntos; sin embargo, como era guerrero y habia sabido congraciarse con cl pueblo
y contener a los nobles, pudo resistir una lucha de muchos años; y si al fin
perdió algunas ciudades, conservó, en cambio el reino.
Por consiguiente, estos príncipes nuestros
que ocupaban el poder desde hacía muchos años no acusen a la fortuna por
haberlo perdido, sino a su ineptitud. Como en épocas de paz nunca pensaron que
podrían cambiar las cosas (es defecto común de los hombres no preocuparse por
la tempestad durante la bonanza), cuando se presentaron tlempos adversos,
atinaron a huir y no a defenderse, y esperaron que cl pueblo, cansado de los
ultrajes de los vencedores, volviese a llamarlos. Partido que es bueno cuando
no hay otros; pero está muy mal dejar los otros por ése, pues no debernos
dejarnos caer por el simple hecho de creer que habrá alguien que nos recoja.
Porque no lo hay; y si lo hay y acude, no es para salvación nuestra, dado que
la defensa ha sido indigna y no ha dependido de nosotros. Y las únicas defensas
buenas, seguras y durables son las que de- penden de uno mismo y de sus virtudes.
Capitulo XXV
DEL PODER DE LA FORTUNA
DE LAS COSAS HUMANAS Y
DE LOS MEDIOS PARA OPONERSELE
No ignoro que muchos creen y han creído que
las cosas del mundo están regidas por la fortuna y por Dios, de tal modo que
los hombres más prudentes no pueden modificar- las; y, más aún, que no tienen
remedio alguno contra ellas. De lo cual podrían deducir que no vale la pena
fatigarse mucho en las cosas, y que es mejor dejarse gobernar por la suerte.
Esta opini6n ha gozado de mayor crédito en nuestros tiempos por los cambios
extraordinarios, fuera de toda conjetura humana, que se han visto y se ven
todos los días.
Y
yo, pensando alguna vez en ello, me he sentido algo inclinado a compartir l
mismo parecer. Sin embargo, y a fin de que no se desvanezca nuestro libre albedrío,
acepto por cierto que la fortuna sea juez de la mitad de nuestras acciones,
pero que nos deja gobernar la otra mitad, o poco menos. Y la comparo con uno de
esos rios antiguos que cuando se embravecen, inundan las llanuras, derriban los
árboles y las casas y arrastran la tierra de un sitio para llevarla a otro;
todo cl mundo huye delante de ellos, todo el mundo cede a su furor. Y aunque
esto sea inevitable, no obsta para que los hombres, en las épocas en que no hay
nada que temer, tomen sus precauciones con diques y reparos, de rnancra que si río
crece otra vez, o tenga que deslizarse por un canal o su fuerza no sea tan
desenfrenada ni tan perjudicial. Asi sucede con la fortuna, que se manifiesta
con todo su poder allí donde no hay virtud preparada para resistirle y dirige
sus ímpetus allí donde sabe que no se han hecho diques ni reparos para
contenerla. Y si ahora contemplamos a Italia, teatro de estos cambios y punto
que los ha engendrado, veremos que es una llanura sin diques ni reparos de
ninguna clase; y que si bubiese estado defendida por la virtud necesaria, como
lo están Alemania, España y Francia, o esta inundación no habria provocado ]as
grandes transformaciones que ha provocado, o no se habría producido. Y que lo
dicho sea suficiente sobre la necesidad general de oponerse a la fortuna.
Pero ciñendome más a los detalles me pregunto
por qué un príncipe que hoy vive en la prosperidad, mañana se encuentra en la
desgracia, sin que se haya operado ningún cambio en su carácter ni en su
conducta. A mi juicio, esto se debe, en primer lugar, a las razones que expuse
con detenimiento en otra parte, es decir, a que el príncipe que confía
ciegamente en la fortuna perece en cuanto en cuanto ella cambia. Creo también
que es feliz el que concilia su manera de obrar con la índole de las
circunstancias, y que del mismo modo es desdichado el que no logra armonizar
una cosa con la otra. Pues se ve que los hombres, para llegar al fin que se
proponen, esto es, a la gloria y las riquezas, proceden en forma distinta: uno
con cautela, el otro con impetu; uno por la violencia, el otro por ]a astucia;
uno con paciencia, el otro con su contrario; y todos pueden triunfar por medios
tan dispares. Se observa también que, de dos hombres cautos, el uno consigue su
propósito y el otro no, y que tienen igual fortuna dos que han seguido caminos
encontrados, procediendo el uno con cautela y el otro con ímpetu: lo cual no se
debe sino a la índole de las circunstancias, que concilia o no con la forma de
cornportarse. De aquí resulta lo que he dicho: que dos que actúan de distinta
manera obtienen el mismo resultado; y que de dos que actúan de igual manera,
uno alcanza su objeto y cl otro no. De esto depende asimismo el éxito, pues si
las circunstancias y los acontecimientos se presentan de tal modo que el
príncipe que es cauto y paciente se ve favorecido, su gobierno será bueno y él
será feliz; mas si cambian, está perdido, porque no cambia al mismo tiempo su
proceder. Pero no existe hombre lo suficientemente dúctil como para adaptarse a
todas las circunstancias, ya porque no puede desviarse de aquello a lo que la
naturaleza lo inclina, ya porque no puede resignarse a abandonar un camino que
sieinpre le ha sido próspero. El hombre cauto fracasa cada vez que es preciso
ser impetuoso. Que si cambiase de conducta junto con las circunstancias, no
cambiaría su fortuna.
El papa Julio II se condujo impetuosamente en
todas sus acciones, y las circunstancias se presentaron tan de acuerdo con su
modo de obrar que siempre tuvo éxito. Considérese su primera empresa contra
Bolonia, cuando aun vivía Juan Bentivoglio. Los venecianos lo veian con
desagrado, y el rey de España deliberaba con el de Francia sabre las medidas
por tomar; pero Julio II, llevado por su
ardor y su ímpetu, inició la expedición ponióndose él mismo al frente de las
tropas. Semejante paso dejó suspensos a España y a los venecianos; y éstos por
mie- do, y aquélla con la esperanza de recobrar todo el reino de Nápoles, no se
movieron; por otra parte, el rey de Francia se puso de su lado, pues al ver que
Julio II había iniciado la campañia, y como quería ganarse su amistad para
humillar a los venecianos, juzgó no poder negarile sus tropas sin ofenderlo en
forma manifiesta. Así, pues, Julio II, con su impetuoso ataque, hizo lo que
ningún pontífice hubiera logrado con toda la prudencia humana; porque si él
hubiera esperado para partir de Roma a tener todas las precauciones tomadas y
ultimados todos los detalles, como cualquier otro pontífice hubiese hecho,
jamás habría triunfado, porque cl rey de Francia hubiera tenido mil pretextos y
los otros amenazado con mil represalias. Prefiero pasar por alto sus demás
acciones, todas iguales a aquélla y todas premiadas por el éxito, pues la
brevedad de su vida no le permitió conocer lo contrario. Que, a sobrevenir
circunstancias en las que fuera preciso conducirse con prudencia, corriera a su
ruina, pues nunca se hubiese apartado de aquel modo de obrar al cual lo
inclinaba su naturaleza.
Se
concluye entonces que, como la fortuna varía y los hombres se obstinan en
proceder de un mismo modo, serán felices mientras vayan de acuerdo con la
suerte e infelices cuando estén en desacuerdo con ella. Sin embargo, considero
que es preferible ser impetuoso y no cauto, porque la fortuna es mujer y se
hace preciso, si se la quiere tener sumisa, golpearla y zaherirla. Y se ve que
se deja dominar por éstos antes que por los
que actúan con tibieza. Y, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque
son menos prudentes y más fogosos y se imponen con más audacia.
Capitulo XXVI
EXHORTACION A LIBERAR A
ITALIA DE LOS BARBAROS
Después
de meditar en todo lo expuesto,me preguntaba si en Italia, en la actualidad,
las circunstancias son propicias para que un nuevo principe pueda adquirir
gloría, esto es necesario a un hmbre prudente y virtuoso para instaurar una
nueva forrna de gobierno, por la cual, honr honr honrándose a sí mismo, hiciera la felicidad
de los italianos. Y no puede menos que responderme que eran tantas las
circunstancias que concurrían en favor de un príncipe nuevo, que dificilmente
podría hallarse momento más adecuado. Y si, como he dicho, fue preciso para que
Moisés pusiera de manifiesto sus virtudes que el pueblo de Israel estuviese
esclavizado en Egipto, y para conocer la grandeza de Ciro que los persas fuesen
oprimidos por los medas, y la excelencia de Teseo que los atenienses se
dispersaran, del mismo modo, para conocer la virtud de un espíritu italiano,
era necesario que Italia se viese llevada al extremo en que yace hoy, y que
estuviese más esclavizada que los hebreos, más oprimida que los persas y más
desorganizada que los atenienses; que careciera de jefe y de leyes, que se
viera castigada, despojada, escarne- cida e invadida, y que soportara toda
clase de vejaciones. Y aunque hasta ahora se haya notado en este o en aquel
hombre algún destello de genio como para creer que había sido enviado por Dios
para remidir estas tierras, no tardó en advertirse que la fortuna lo abandonaba
en lo más alto de su carrera. De modo que, casi sin un soplo de vida, espera
Italia al que debe urarla de sus heridas, poner fin a los saqueos de Lombardia
y a las contribuciones del Reame y de Toscana y cauterizar sus llagas desde
tanto tiempo gangrenadas.
Vedla cómo ruega a Dios que le
envíe a alguien que la redima de esa crueldad e insolencia de los bárbaros.
Vedla pronta y dispuesta a seguir una bandera mientras haya quien la empuña. Y no se ve en
la actualidad en quien uno pueda confiar más que en vuestra ilustre casa, para
que con su fortuna y virtud, preferida de Dios y de la Iglesia, de la cual es
ahora príncipe, pueda bacerse jefe de esta redención. Y esto no os parecerá
difícil si tenéis presentes la vida y acciones de los príncipes mencionados. Y
aunque aquéllos fueron hombres raros y maravillosos, no dejaron de ser hormbres;
y no tuvo ninguno ocasión tan favorable como la presente; porque sus empresas
no fueron más justas ni más fáciles que ésta, ni Dios les fue más benigno de lo
que lo es con vos. Que es
justicia grande: iustum enim est bellum
quibus necessarium, et pia arma ubi nulla nisi in armis spes est. Aqui hay disposición favorable;
y donde hay disposición favorable no puede haber grandes dificultades, y sólo
falta que vuestra casa se inspire en los ejemplos de los hombres que he
propuesto por modelos. Además, se ven aquí acontecimientos extraordinarios, sin
precedentes, ejecutados por voluntad divina: las aguas del mar se han separado,
una nube os ha mostrado el camino, ha brotado agua de la piedra y ha llovido
maná; todo concurre a vuestro engrandecimiento. A vos os toca lo demás. Dios no
quiere hacerlo todo para no quitarnos cl libre albedrío ni la parte de gloria
que nos corresponde.
No es asombroso que ninguno de los italianos
a quien he citado haya podido hacer lo que es de esperar que haga vuestra
ilustre casa, ni es extraño que después de tantas re- voluciones y revueltas
guerreras parezca extinguido el valor militar de nuestros compatriotas. Pero se
debe a que la antigua organización militar no era buena y a que nadie ha sabido
modificarla. Nada honra tanto a un hombre que se acaba de elevar al poder como
las nuevas leyes y ]as nuevas instituciones ideadas por é1, que si están bien
cimentadas y llevan algo grande en sí mismas,, lo hacen digno de respeto y
admiración. E italia no carece de arcilla modelable. Que si falta valor en los
jefes, sóbrales a los soldados. Fijaos en los duelos y en las riñas, y advertid
cuán superiores son los italianos en fuerza, destreza y astucia. Pero en las
batallas, y por culpa exclusive de la debilidad de los jefes, su papel no es
nada brillante; porque los capaces no son obedecidos; y todos se creen capaces,
pero hasta ahora no hubo nadie que supiese imponerse por su valor y su fortuna,
y que hiciese ceder a les demás. A esto hay que atribuir el que, en tantas
guerras habidas durante los últimos veinte años, los ejércitos italianos
siempre hayan fracasado, como lo demuestran Taro, Alejandria, Capua, Génova,
Vailá, Bolonia y Mes- tri.
Si vuestra ilustre casa quiere emular a
aquellos eminentes.varones que libertaron a sus países, es preciso, ante todo,
y como preparativo indispensable a toda empresa, que se rodee de armas propias;
porque no puede haber soldados más fieles, sinceros y mejores que los de uno. Y
si cada uno de ellos es bueno, todos juntos, cuando vean que quien los dirige,
los honra y los trata paternalmente es un príncipe en persona, serán mejores.
Es, pues, necesario organizar estas tropas para defenderse, con el valor
italiano, de los extranjeros. Y aunque las infanterías suiza y española tienen
fama de temibles, ambas adolecen de defectos, de manera que un tercer orden
podría no sólo contenerlas, sino vencerlas. Porque los españoles no resisten a
la caballería, y los suizos tienen miedo de la infantería rue se muestra tan
porfiada como ellos en la batalla. De aquí que se haya visto y volverá a verse
que los españoles no pueden hacer frente a la caballería francesa, y que los
suizos se desmoronan ante la infantería española. Y por más que de esto último
no tengamos una prueba definitiva, podemos darnos una idea por lo sucedido en
la batalla de Ravena, donde la infantería española dio la cara a los batallones
alemanes, que siguen la misma táctica que los suizos; pues los españoles,
ágiles de cuerpo, con la ayuda de sus broqueles habían penetrado por entre las
picas de los alemanes y los acuchillaban sin riesgo y sin que éstos tuviesen
defensa, y a no haber embestido la caballería, no hubiese quedado alerman con
vida. Por lo tanto, conociendo los defectos de una y otra infanteria, es
posible crear una tercera que resista a la caballería y a la que no asusten los
soldados de a pie, lo cual puede conseguirse con nuevas armas y nueva
disposici6n de los combatientes. Y no ha de olvidarse que son estas cosas las
que dan autoridad y gloria a un principe nuevo.
No se debe, pues, dejar pasar esta ocasión
para que Italia, despues de tanto tiempo, vea por fin a su redentor. No puedo
expresar con cuánto amor, con cuánta sed de venganza, con cuinta obstinada fe,
con cuinta ternura, con cuántas lágrimas, scría recibido en todas las provincias
que han sufrido el aluvi6n de los extranjeros. ¿Qué puertas se le cerrarían?
¿Qué pueblos negaríanle obediencia? ¿Qué envidias se le opondrían? ¿Qué
italiano le rehusaría su homenaje? A todos repugna esta dominación de los
bárbaros. Abrace, pues, vuestra ilustre familia esta causa con el ardor y la
esperanza con que se abrazan las causas justas, a, fin de que bajo su enseña la
patria se ennoblezca y bajo sus auspicios se realice la aspiracion de Petrarca:
Virtú contro a furore
Prenderó
1'arme; e fia ‘l conbatter
(corto,
Chè l’antico valore
Negl’itailici cuor non è ancor morto.*
* La
virtud tomará las armas contra el atropello; el combate sera breve, pues el
antiguo valor en los corazones italianos aún no ha muerto.
eof.
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